Juanchi se
estiró en la cama. Se le partía la cabeza. Había soñado con Mora. Mora y su
nueva sonrisa repleta de dientes.
¡Estúpida,
Mora!, pensó. ¿Para qué se la habrá ocurrido llevar a aquel bicho al
campamento?
En la
cocina, mamá charlaba con la abuela.
—¿Faltaste
a la escuela, Juanchi? —dijo la abuela.
—Hoy no
tiene clase. —Mamá le alcanzó un mate—. Hubo un accidente en el campamento.
Llegaron a cualquier hora.
—¿Vos te
lastimaste, querido?
¡Ojalá
fuera eso!
—Estás
callado —seguía la abuela—. ¿No habrás andado tomando en el campamento?
—¡No!
—gritó, y enseguida se dio cuenta del grito—. No, no tomé nada.
¡Estúpidos
grandes! Siempre pensaban que emborracharse era lo más terrible que podía
pasarle a uno en un campamento. ¡Estúpidos!
Estúpida
Mora, estúpidos todos. Y estúpido él también por ayudar a preparar el cóctel de
“fármacos robados de la alacena especial de la farmacia de papá”, como había
dicho Mora. Y por ayudar a inyectárselos al hámster que ella misma sacó de la
mochila. Y estúpidos todos por dejar al bicho suelto.
Porque, la
segunda noche, durante el fogón, el hámster —lo que había sido un hámster,
mejor dicho, antes de que alcanzara el triple de su tamaño— se abalanzó sobre
Mora y la volteó en el pasto, donde la luz de la fogata no iluminaba bien. Y
cuando el profe consiguió arrancárselo de la cara, ya el monstruo le había
comido los dos labios, de oreja a oreja.
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