La despertó un golpe metálico en la reja.
No quería abrir los ojos: temía que de esa pesadilla
de mierda desbordasen sus padres, la casa de su infancia, el olor hediondo de
la vieja.
—¡Eh, Trovato! —le gritó la hija de puta de la Chechu—.
Te tengo una noticia.
¿Cuánto hacía que nadie le dirigía la palabra?
Una noticia, pensó.
Podría tratarse de la noticia que ella esperaba.
Pero no.
Faltaba tanto. Demasiados años faltaban.
O no tantos, se dijo. A lo mejor no tantos.
Se le hizo un nudo en la boca del estómago y tuvo
ganas de reír. Ya llegaría la noticia de su libertad, y ella, la Trovato,
volvería a la vida. A una vida que ni recordaba. ¡Qué importaba! ¡Sería libre!
¡Libre algún día!
Pensar que la habían hecho cruzar
ese portón cuando tenía apenas veintiún años.
—¿Me estás escuchando o no, Trovato? —insistió la
guardia—. Nos vemos en el desayuno. Preparate.
Podría soñar despierta, se dijo. Ponerme de nuevo una sonrisa
en los labios, arrancarme esta mueca de amargura. Soñar que en pocos días
salgo, que vuelvo a jugar en la vereda con mis amigos. Podría recuperar para
siempre a mi otra mitad.
Antes, en otra época, sus padres la visitaban cada
domingo. Interminables tardes silenciosas. Había llegado un momento en que ya
no los soportaba, por eso les había rogado que la dieran por muerta y jamás
volviesen. Y, desde entonces —quién sabe si el alivio fue mutuo—, nunca habían
regresado. ¿Cuánto hacía?
Ella al principio los había extrañado mucho.
Después había puesto toda su energía en no contar las
semanas, los meses. Y por fin había perdido el cálculo; ni aun esforzándose podía
recordar cuánto llevaba ahí adentro. Tampoco tenía claro cuál había sido su
crimen. ¿Acaso era un gran delito preservar de la vejez a quien se ama? Una
cosa es asesinar, y otra matar. Jamás la comprenderían.
Más tarde se había obligado a no
mirar a nadie a los ojos, a no hablar. A no ver la decadencia de las otras
internas idiotas que lo festejaban todo: cumpleaños, navidades, todo. Como si
el paso del tiempo significara algo bueno. Si hasta las manchas de humedad en
el techo de la celda cambiaban de forma.
Te tengo una noticia, le había
gritado la guardia. ¿Qué más le había dicho? Nada. ¿Le dirían lo que ella tanto
deseaba? No por ahora.
Hacía mucho había recibido otra noticia. Otras
palabras que no se iban de su memoria: Veinticinco
años. Veinticinco años había dictaminado
el juez. Ella apenas había logrado
oír lo que seguía. Sin embargo, lo había leído en la sentencia, y lo recordaba,
palabra a palabra: Se aplica la ley
24.390 sobre la duración y cómputo de la prisión preventiva, por la cual los
seis meses sin condena acogen el beneficio del dos por uno. De tal manera, a
partir del día de la fecha, la señorita Trovato deberá permanecer en prisión
veinticuatro años de cumplimiento efectivo.
¿Y si la
noticia fuese la que había estado aguardando? ¿Habrían pasado ya todos esos
“veinticuatro años de cumplimiento efectivo”? Imposible, ella no podía haberse
convertido en una vieja de casi cincuenta. ¿O sí?
¿Quién era ella ahora?
Tenía que seguir durmiendo. Debía dormirse.
No podía. Como si el cuerpo le quedase grande.
Necesitaba moverse, hacer algo. Todavía faltaba para el desayuno.
Se sentó en la cama. Hamacándose con los brazos
rodeando las rodillas, se cantó una canción de cuna.
Acarició la colchoneta, la pared. Ubicó el hueco donde
escondía el libro. Ese libro guardaba la frase que ella más amaba y más odiaba.
Shakespeare se la había escrito. La sabía de memoria: “La belleza y su fruto
morirán sin dejar ni el recuerdo de su forma”. Lo sacó. Al soplar la tapa, el
polvo que acentuaba su color amarillo se le metió en los ojos.
Ocultó el libro debajo de la
almohada. Se palpó la cara húmeda, contorneó con las yemas de los dedos las
patas de gallo.
¿Cómo había sido ella? ¿Cómo había sido la forma de su
belleza?
Cerró los ojos. ¡Si al menos pudiera
verse! No podían haber pasado veinticinco años. Aquella estúpida mujer la
estaba poniendo a prueba. ¡Qué noticia ni noticia! Las guardias se estarían
divirtiendo de lo lindo con ese chiste imbécil.
Y si no pasaron veinticinco, se dijo, ¿cuántos creés
que pasaron?
Veinticinco años o dos mil, qué más daba. Ella estaba
sola. Siempre había estado sola.
¿Siempre?
¿Acaso había llegado sola a la vida?
—¡NO! —gritó.
Se agarró el pelo, se lo tironeó, sacudió la cabeza de
un lado a otro. ¡Qué pensamiento más estúpido!
—¡No hace falta que me acuerde de aquello! —gritó, tan
fuerte que las guardias ya venían corriendo a su celda—. ¡No hace falta que me
acuerde de aquello! ¡No hace falta!
Se abofeteó hasta que le ardieron las mejillas.
La agarraron, la zamarrearon, le lavaron la cara por
la fuerza. El agua nunca le había parecido más helada.
—Preparate para el desayuno —dijo una de esas vacas
antes de irse.
Más viciado que nunca, el aire del comedor apestaba a
fritanga y grasa recalentada.
Te tengo una
noticia, se dijo con ironía. Te tengo una noticia, Trovato. Preparate.
Llegó a su rincón y se dejó caer en la banqueta
tajeada.
Apoyó la frente en la mesa, se puso a dar pequeños
cabezazos contra la madera.
Sintió la boca reseca. Juntó un poco de saliva y
tragó.
Alguien se le acercaba: podía oír unos pasos como de
goma en el alisado de cemento.
Los pasos se detuvieron. Su mesa se tambaleó por un
segundo. Una gota de mate cocido hirviendo le mojó la mano. Al lado del jarro
había un diario.
Ella no miraría el diario. Qué le importaba.
El murmullo crecía en el comedor.
La página del diario parecía llamarla.
Miró. Crónica.
¿Era ella? Dos fotos de ella. De cuando era joven.
¿Por qué dos fotos?
Ella, con dos peinados diferentes.
Ella, con…
…con su hermana melliza.
Se detuvo en el titular:
Un célebre caso de la
criminalística argentina: 25 años después
La Trovato ha cumplido la condena
por el brutal asesinato de su hermana
¡Era cierto! ¡Saldría! Sólo tenía que terminar su
desayuno en silencio. Se contuvo. Que nadie se diera cuenta de su única alegría
en años. ¡Pero saldría, sí! ¡Saldría! ¡Saldría! ¿En cuánto tiempo? ¿Dos
semanas? Ahora vendrían los trámites. Bueno, se dijo, no importa. Van a largarme
nomás.
¿Le habrían avisado a sus padres? ¿Los vería al fin?
Podía sentir la tensa respiración, las tensas miradas
de las otras, que de golpe se habían quedado calladas. De pura envidia, seguro.
De vuelta a su celda, se cruzó con una guardia.
—¿Po… podría? —dijo, y al oírse se le ocurrió que su
voz venía de otra persona.
—Sí, che, decime. ¿Qué necesitás?
—Un espejo.
La vaca la estudió de arriba a abajo, dudosa.
—Y para qué lo querés. ¿De veras tenés ganas de
mirarte?
—Dejate de joder —dijo—. Traémelo si se te canta.
Algún billete me queda —bajó la mirada y siguió su camino.
Al rato la mujer le entregó, de contrabando, un marco
de cuarenta centímetros de lado. Cubierto con una tela manchada de marrones, habría
tenido flores, en otros tiempos.
Cuando le acercó el billete, la vaca se negó.
—A vos te va a hacer más falta afuera, Trovato.
Ya sola, sentada en su catre, estiró el brazo y con
los dedos en pinza agarró la punta de la tela. Fue descorriéndola sobre el
espejo, descubriendo la mirada fija en la superficie, recordando cómo había
comenzado todo, veintitantos años atrás.
Pensó en la foto del diario. Los recuerdos salían a la
luz: tan iguales habían sido con su hermana, que ni sus propios padres podían
diferenciarlas.
Las lágrimas se le secaban en las mejillas.
Seguramente hacía rato que lloraba. Un llanto entrecortado y silencioso.
Demasiados años habían pasado desde que su hermana
melliza se lo había dicho: ¡Mirá! Me
salió una cana.
¿Una cana?, había gritado ella. ¿Una cana? ¡Vos estás loca!
No podía tener una cana a los veintiuno. ¡No!
Ella ya había visto a su abuela: el
deterioro físico traía el deterioro mental, la falta de memoria, el olvido de
todo, el ni reconocer siquiera a los seres queridos.
¡Nada de pañales!, se desgañitaba la
vieja, con una mirada que no era la mirada que ella conocía de su abuela. Y los
parientes ya no la atendían. Total no
entiende. Y la dejaban sola, cagada hasta la nuca, ladeada en su sillón
hamaca durante todo el puto día. La cabeza blanca de canas rozaba las rejas del
lavadero. Bien lejos la depositaban. Algunos días, ni le daban de comer.
Nada podía ser peor que la vejez. Y
el envejecimiento empezaba con la primera cana.
El espejo quedó desnudo.
La Trovato, frente a frente con su reflejo: la piel se
le había vuelto gris, opaca.
Hubiera dado cualquier cosa por tener el coraje de
apartar la mirada, pero necesitaba seguir viéndose.
Sus dedos recorrieron las mejillas agrietadas.
Escarbando. Buscándose debajo de esa máscara ajena, enmarcada desde atrás por
barrotes descascarados.
¿Sería realmente ella? No podía ser ella. Era la otra,
que venía a mostrarle su primera cana. La otra, que se había vuelto una vieja
inmunda.
La vista se le volvía oscura. El espejo y la celda se
desvanecían. Adentro o afuera le daba lo mismo.
—Estoy tan vieja… Qué cansada estoy. Cansancio de
vieja.
Entonces la vio: la abuela. La abuela en su sillón
hamaca, la cabeza colgando.
—¡Andate! —le gritó con un grito ahogado—. ¡Qué
alguien saque a esta vieja de acá! ¡Apesta!
Sus músculos habían perdido la fuerza. Temblaba. De
golpe hacía mucho frío. Frío de vieja. Olores de vieja.
Fue retrocediendo hasta agazaparse en el rincón,
encima de la almohada.
Había algo ahí. Un libro. Un libro viejo con palabras
viejas que hablaban de la vejez.
Le pareció que flotaba, como suspendida. No podía
moverse, no podía pensar.
Cuando recobró el movimiento, se lanzó contra el
espejo y lo tiró al piso con la misma fuerza de veinticinco años atrás.
Ya no era un espejo. Era su cuchilla liberadora.
La Trovato alzó el brazo, se
arremangó.
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