Distrito Territorial San Telmo (novela), Ayarmanot, 2019


Capítulo Cero

Marito Fargas

Era su primer debate partidario, y Marito Fargas se descubrió discutiendo de igual a igual con el mismísimo Principal de la Representación San Telmo.
Se sentía mejor que con la turrita de Euge. Y eso que con sólo acordársela en bolas, le venía el olor de ella y sentía que volvía a babearse entre sus piernas. Se pasó el dorso de la mano por la boca. No, no se había babeado. Lo que estaba viviendo ahora era mucho más fuerte que cualquier estúpido recuerdo. Tanto, que incluso su renguera de toda la vida parecía haber desaparecido.
Haberse atrevido a salir del viejo teatro había sido una buena idea. ¡Una idea brillante, qué mierda! Ojalá pudieran verlo sus amigos. Se los imaginó corriendo al teatro a contar que él, nacido y criado en cautiverio, era igual a los de afuera.
El debate se volvía encarnizado. Entonces, las luces bajaron, y todos se fueron callando la boca.
Alguien arrastraba cosas pesadas. Unas sombras gordas y bajas iban y venían. Enanos, supuso él. ¿O serían chicos? No, nadie llevaría a un chico a un antro como ese.
Un haz de luz cruzó el salón y fue a dar de lleno en un escenario que no había visto antes.
—Para relajar tensiones... —dijo desde ahí el secretario de la Representación—, ¡un buen Shock-Show!

Un entusiasta rumor recorrió la sala.

¿Shock-Show? ¿Sería alguna clase de espectáculo?
Unos empleados armaban una jaula.
—Ahora —dijo el secretario—, el sorteo.
Se repartieron tarjetas y lápices. Cada uno escribió su nombre y

echó la tarjeta a una pecera de vidrio opacado por inmemoriales cagadas de moscas.
El secretario revolvió, sacó unas tarjetas y fue leyendo los nombres. Marito conocía de vista a la mayoría: al enorme oso de voz finita al que llamaban Flauta, al Gringo y a otros de los que esperaban en el escenario.

—Mario Fargas —cantó el secretario.

Y él pegó un salto.
—¡VAMOS TODAVÍA!
Se unió al Flauta y el Gringo. Bajó la mirada y le vio al Gringo unos zapatones con puntera de metal.


—Los nombrados —siguió el secretario— presenciarán el Shock-

Show del día de la fecha. Los demás dejarán inmediatamente el recinto. La luz blanca del reflector viró al rojo, puso en evidencia la grasienta prolijidad de los peinados, los manchones en las camisas, la negrura de

los cuellos.

Los enanos —eran cuatro— abrieron la puerta de la jaula y entraron. Él pudo verlos bien. Son monstruos, se dijo. Monstruos imitando el andar de los humanos. ¡Qué asco!

De algún lado, desde el piso o las paredes, brotaron chirridos. Los

enanos bailaron, se arrancaron las camisas, los pantalones. Un horrendo strip tease, pensó Marito. Los demás espectadores aplaudían. El secretario lo miraba fijo. Tal vez esperaba que él hiciese lo mismo. Aplaudió y silbó y estiró las manos hacia la jaula.
Los chirridos se apagaron. Entre tres enanos aprisionaron al cuarto, lo tiraron al suelo, lo untaron con un gel amarronado y lo recorrieron con las lenguas. Cada uno eligió un área donde detenerse. El silencio de los espectadores hacía más evidente el rumor de la saliva de los enanos que succionaban la nariz, las tetillas y el miembro del otro.
Los chirridos volvieron, y todo el mundo aplaudió. Y los succionadores lanzaron a su víctima contra la red de alambre.
Marito no podía sacarle los ojos de encima: o el tipo era un excelente actor, o se estaba electrocutando a morir. Finalmente se incendió.
¡Cómo lo excitaba aquello!
La llama se consumió. El aire denso y pegajoso impedía respirar. Cuando se dio cuenta estaba con la cara pegada al piso. Y volvió a oír al secretario, en su propia oreja.

—Mario Fargas, el Principal desea hablarle.

¿Cómo lo habían detectado en esa oscuridad, en el suelo?
Olvidó el espectáculo. Lo habían descubierto. ¿Quién lo había mandado a hacerse ver? Ahora, por su culpa, el viejo Jaime y sus amigos del teatro quedarían expuestos. El viejo Jaime: el padre que nunca tuvo. Más de una vez, Marito se preguntaba si había correspondido tanto amor. Como querer, lo quería. Pero nunca se había sentido un auténtico hijo. Los de la Representación irían al teatro, buscarían a sus amigos y los echarían a la próxima hoguera pública. Pensó en el viejo Jaime: al escuchar su nombre, se entregaría sin dar batalla. Por él, por su protegido. Le dio pena el viejo, le pareció escucharlo diciéndole que vos Marito sos todo lo que tengo, que no te pase nada.
Pero... ¿acaso él había salido de su guarida para ser un simple espectador? ¡Claro que no! Nadie lo había llamado al viejo para que se hiciera cargo de criarlo. Él no le debía nada. Su realización personal estaba primero, el triunfar en la política.
Igual tenía miedo, mucho miedo. Le hubiera gustado que alguno de sus amigos estuviera a su lado ahora. Pero los cagones preferían quedarse en el teatro cuidando a la gente. ¿Cuidar qué, pedazo de pelotudos? ¿Cuidar a un grupo de okupas, de topos que deberán ocultarse para siempre del mundo? ¿Qué clase de vida es esa?

—Señor Mario Fargas... —Lo habían descubierto.

Esforzándose por no temblar, giró la cabeza.
Sintió que una ráfaga caliente, un hormigueo instantáneo le atravesaba la pierna con el ramalazo de una inyección de gas carbónico. ¿Qué le habían hecho?



2.

—Siéntese, Mario Fargas.
Él tanteó a su alrededor. Y una trompada le descolocó el cerebro. Cayó al piso, chupando su propia sangre.
—¿Ha disfrutado de nuestro número en vivo, señor Mario Fargas? — dijo el Principal—. La ejecución de enanos es mi favorita.
Le atenazaron los antebrazos y las piernas. Hijos de puta. Por más que se esforzara, no podía contener los temblores.
—Lo he mandado a traer por varios motivos, señor Fargas —dijo el Principal.
Él tragó saliva. Oía, pegada a sus orejas, la respiración rancia de los tipos que lo sujetaban. Y, más allá, los jadeos de los espectadores.
Una punzada en el cuello lo hizo revolcarse. ¡Hijos de remilputas!, se dijo.

Y la voz del Principal:

—Deseaba ver cómo se desenvolvía usted.
Otra mordedura.
—¿Disfruta de la picana, señor Mario Fargas?
¡Una picana! ¿Acaso querían achicharrarlo como al enano?
—Sabemos que es usted un NN, que pertenece a los topos del teatro.

Conocen la existencia del teatro, hijos de puta.
—No nos interesa de dónde viene, ¿sabe? Lo queremos a usted. Marito intentó enderezar la espalda. Imposible: los tipos seguían estrujándole los brazos y las piernas.


—¡Lo que sigue! —ordenó el Principal.
Y él vio un destello azul a ras del piso. Zapatos con punteras de acero. Los pies del Gringo. Y enseguida vino una patada en la espalda. Y otra, que le sacudió el costado. Los tipos que lo sostenían lo cambiaron de posición, y los puntapiés del Gringo le cayeron en el estómago, en los huevos, en la cara. Y oyó aplausos. Los estúpidos espectadores. ¡Cállense, imbéciles, paren de aplaudir!, quería decirles, pero su boca era un vertedero de sangre.

—Suficiente —dijo el Principal—. Y usted, Fargas, sepa que nos tiene sin cuidado donde haya nacido. Por lo que a nosotros respecta, pudo haber nacido en un pesebre de Belén, hace dos mil años. Nos ha impresionado su carácter. Por eso hemos decidido hacerle una propuesta.
Tragó una bocanada de sangre y habló con la mayor naturalidad que pudo:
—Una propuesta. ¿Qué hay?
Y otra vez la luz, ahora una luz tenue: los plafones del techo. Nada de reflector.
Le dolían los ojos, le latían, los sentía hinchados igual que la boca. Hizo un esfuerzo y miró al Principal.
—Esta es la propuesta —le oyó decir—: que usted sea nuestro candidato a ocupar la banca de San Telmo en la Rosada.

—¿Qué está diciendo, hombre?

No podía ser cierto. ¿Quién confiaría así como así en un NN?
—Sólo nos falta probarlo —dijo el secretario.
Los tipos le soltaron los brazos.
—En esa prueba —dijo el Principal—, se calibrará su lealtad para con nosotros.


Y sí, sonaba lógico: tenían que pedirle una prueba de lealtad.
—¿Está dispuesto a hacer por nosotros cualquier cosa? A matar, incluso.

—¿Ma-matar? —dijo Marito. Y apenas fue consciente del dudoso
gesto de asentimiento que siguió a su balbuceo.
—Venga —dijo el secretario—, acompáñeme. Usted tiene pasta, ¿sabe? —Lo agarró del brazo, y caminaron hacia el otro extremo del salón.
Los espectadores giraron las sillas: nadie quería perderse un solo detalle de su lanzamiento a la gloria. Y el reflector se encendió en toda su potencia.
Había ahí uno de esos sillones de ginecología. Lo ocupaba alguien, un tipo o una mina con la cabeza cubierta por una bolsa de arpillera. ¿Y si era Euge? Acaso sabían de ella y se la habían traído para servírsela en bandeja y que se la cogiera delante de todos. Sí, se dijo él. Si quieren un gran espectáculo, se los voy a dar.
Ahora se veía mejor. No, no era una mina. Era un pobre infeliz: las correas le ceñían pies, pantorrillas, cintura, manos y cuello. Tenía pinta de linyera y apestaba. Como cualquiera, bah. Si quieren que lo mate, pensó, lo mato lo más rápido que pueda y chau. A lo mejor le estoy haciendo un favor.
El reflector alumbró una mesa donde brillaba una veintena de instrumentos quirúrgicos. Iguales a los de la salita del barrio, pero nuevos. Había también un martillo, una maza, pinzas, destornilladores y una sierra mecánica. Marito Fargas se dio cuenta de que ahora sí se le escurría la baba.
Y el reflector volvió al sillón. El secretario le hizo a él un gesto de que mirase al tipo, a quien le sacó la bolsa de la cabeza.

—¿Reconoce a este sorete?

Marito Fargas miró.
¿El viejo Jaime? ¡Reverendos hijos de puta! ¡Mierdas de mierdas!
Al viejo, amordazado, los ojos se le desorbitaban del terror. Pero


también había en ellos un dejo de esperanza.

—Señor Mario Fargas —dijo desde el fondo el Principal—. ¿Reconoce...?
Él asintió.
Y el público se descargó en un alegre furor.
—Todo suyo, señor Mario Fargas —dijo el secretario—. Haga con él lo que debe hacer. Y asegúrese de que sea lento: mientras más haga durar usted el sufrimiento de este despojo humano, mayor será su reputación en la Rosada.
Su suerte estaba por cambiar. “En la vida, ante todo, hay que ser justo”, le había dicho el viejo cuando Marito ya tuvo edad para comprenderlo. Y él necesitaba ser justo consigo mismo y salir de la bosta del teatro de una vez por todas.
Se lanzó hacia la mesa. Eligió el primer instrumento: una especie de cuchillo de hoja corta, curva como la de una hoz. Y giró hacia el viejo. No necesitaba verle los ojos: esa mirada, acaso suplicante, le venía desde muy adentro; desde tantos recuerdos de tantos años.
Alzó el brazo, con la mente siguiendo el trazo de la medialuna en el aire, como en cámara lenta. Cuando bajó la cuchilla, oyó cómo los gritos ahogados por la mordaza se perdían entre los del público. 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario