A
Vero le hubiera encantado salir al patio —ese tipo con pinta de gorila la
miraba sin disimulo, y ya no podía soportarlo —, pero llovía como nunca.
—Veri
—dijo su madre—. Traé el balde antes de que esta gotera me inunde la pieza.
La
orden fue un bálsamo. Vero corrió a buscar el balde. Lo encontró en el fondo
del patio, cerca del baño.
Entró
y lo puso bajo la gotera.
Abrió
una de las puertas del ropero y se ocultó detrás, como si fuera un biombo. Ahí
se quitó el vestido. El orangután no le sacaba los ojos de encima.
Vero
advirtió que se le había corrido el borde de la bombacha y se le salía la
frutilla: esa mancha abultada y horrible que tenía de nacimiento.
El
tipo había cruzado los brazos en el respaldo de la silla y fumaba. Sentado
sobre una alfombra de colillas la miraba sonriente. Ella supo que no se había
perdido detalle y sintió asco. Le pareció que su madre intentaba taparla con el
cuerpo mientras la secaba.
Le
puso el camisón, y ella se tiró en la cama.
—Desenredate
—dijo su madre alcanzándole el peine.
Ella
no quería peinase ni sacarse el pelo de la cara. De esa manera podía mirar al
tipo sin que se diera cuenta.
Recordó
la primera vez que él había venido a su casa. Ella se había ilusionado entonces
pensando que por fin tendría un padre. Pasado un tiempo su única ilusión era
que no volviera nunca más. No lo aguantaba comiendo con la boca abierta y
tocándole la cola a su madre cada vez que le pasaba cerca.
Pobre
mamá, pensó Vero. Estaba muy gorda y desprolija últimamente. Pero parecía otra
cuando él venía. Se preparaba desde temprano. Se afeitaba las piernas, se
pintaba los labios con cuidado y por un rato se cambiaba las ojotas. Y a veces,
hasta le cocinaba torta fritas para el mate.
De
golpe todo se quedó a oscuras.
—¡La
puta madre! —gritó el mono—. ¡Lo único que faltaba era que se cortara la luz!
¿Ahora cómo mierda me vuelvo a mi casa?
Vero
oyó ruidos: alguien andaría buscando las velas.
—Hay
una sola —dijo el tipo. Y la encendió encima de la mesa.
Unos
minutos después, Vero vio a su madre acercársele con una sonrisa de oreja a
oreja.
—No
se va a poder ir —le dijo—. Las calles están inundadas, y si no vuelve la
luz...
Seguiría
lloviendo toda la noche, los truenos no paraban. Debía de ser la tormenta de
Santa Rosa que todos decían. Y él se quedaría otra vez. La lluvia, la excusa
del día.
Comieron
temprano, antes de que se consumiese la vela. Y la mandaron a la cama.
Por
suerte había parado de llover cuando Vero salió al patio y corrió al baño.
Igual se le mojó el ruedo del camisón y se tuvo que poner un joggin para
dormir.
—Pasame
la linterna —le dijo el tipo—, que yo también voy al baño.
Después
fue su madre la que salió.
Volvió
enseguida y le dio la linterna a ella.
—Ponela
abajo de la almohada.
Vero
le hizo caso. Con la linterna, era como si estuviese protegida.
Ellos
también se fueron a la cama.
Un
trueno iluminó la pieza, y Vero sintió alivio. Gracias a la tormenta, esa noche
no la molestaba la cercanía. La cama de su madre quedaba del otro lado del
ropero, pero por suerte el ruido de la lluvia en la chapa del techo le impedía
escuchar.
Otras
noches los había oído hablar en voz muy baja de cuando se murió el abuelo y de
otras cosas que ya habían pasado. Vero siempre trataba de dormirse rápido,
antes de que dejaran de hablar. Cuando él se quedaba había ruidos que ella no
entendía. No entendía, pero le daban miedo. Parecía que peleaban.
Agarró
la almohada y se tapó la cabeza, concentrándose sólo en el ruido de la gotera
en el balde. Si pudiera escaparme…, pensó. ¿A dónde iría?
La
aplastaban contra el colchón, una mano se le metía debajo de la ropa. Es una
pesadilla, se dijo. Pero realmente tenía el cuello mojado. Ese mono inmundo la
estaba babeando como un animal en celo.
Vero
logró zafarse y darse vuelta.
El
tipo saltó de la cama.
Ella
agarró la linterna de abajo de la almohada y alcanzó a alumbrarlo antes de que
se perdiera detrás del ropero.
Iba
desnudo. Ella quedó aterrorizada.
Despierta,
miraba el techo, esperaba a que se hiciera de día.
No
podía dejar de pensar en lo que había visto.
Había
parado de llover, todo era silencio. La claridad empezó a entrar por el borde
de la persiana, le mostró la mesa, los platos sucios, la silla donde ese
se había sentado a fumar. El olor a cigarrillo parecía más intenso a la mañana.
Vero
apoyó un pie descalzo en el helado piso de cemento. Se incorporó de a poquito y
caminó sin hacer ruido hasta el otro lado del ropero, donde estaban aquellos
dos.
Su
madre y aquel roncaban, destapados. El mono estaba boca abajo.
Vero
observó la cara del tipo, temerosa de que se despertase.
Tal
vez ella se hubiera equivocado. La luz de la linterna, el susto, la tormenta.
Si
miraba podría comprobar su error.
Fue
girando la cabeza hacia la cola del mono.
Ahí
estaba: aquel tipo tenía una frutilla en el muslo, idéntica a la suya.
Mención en el concurso “Historia de mujeres”, Biblioteca Adrogué, en 2007.
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