En
la plaza, atestada de gente, había un titiritero, una pareja bailando y mucho
bullicio. Sin embargo, no podía sacarme la tristeza de encima.
De
golpe te vi. Parecías tímida, desvalida, concentrada en un juego en el que tus
manos simulaban abrir una puerta invisible con una llave vieja y oxidada.
Tenías el pelo revuelto, hecho una maraña. Me llamaron la atención tus zapatos
de charol, se veían estrambóticos al lado de esa especie de túnica blanca que
usabas. Por un momento tuve la fantasía
de que esos zapatos eran los míos.
Empecé
a seguirte, quería encontrar tus ojos pero siempre mirabas hacia abajo. Caminé
detrás tuyo casi empujando a la gente que se interponía entre nosotras.
Estábamos
muy cerca una de la otra cuando alguien apareció de la nada.
—Ada
—te dijo. Era un muchacho que también iba vestido de blanco—. Ya es la hora.
Y
te fuiste con él.
Algo
me dijo que no podía perderte. Vi cómo te mezclabas con la multitud y
desaparecías detrás del puesto de espejos.
Te
busqué durante toda la tarde por San Telmo, pero fue inútil. Corrí a casa y me
encerré a vivir un duelo incomprensible. Lloré tu fuga, Ada, como si hubiera sido tu muerte.
Sentí
que te habías llevado algo imprescindible, una parte de mi.
Semanas
después, me consolaba repitiendo tu nombre.
Me
vi con un sombrero cargado de flores. El espejo se transformó en una puerta, en
el marco de madera apareció una inusual cerradura. Pensé en tu llave, quizá
pertenecía a esa puerta.
Del
otro lado, a través del vidrio sucio, una guirnalda de flores, como la de mi
sombrero.
Necesitaba
trasponer la puerta. Era imperioso, no podía dejar de hacerlo.
Rompí
el vidrio de un puñetazo y salté.
Te
busqué entre los espejos, pero no logré encontrarte. Estaba oscureciendo y
quise volver.
Cuando
desperté temblaba de frío, una mujer muy buena me acariciaba el pelo. Me dio
ropa limpia, completamente blanca.
Ahora
tengo un cuarto para mí sola, con rejas en la ventana. Ellos me cuidan, por
poco me dan de comer en la boca, hasta me cortan la carne.
No
sé cuál era mi nombre. No obstante, sigo repitiendo el tuyo.
Hace
tiempo que me incluyeron en los paseos. Me permiten usar mis propios zapatos y
caminar sola por la feria de antigüedades. Me pruebo sombreros, siento una
extraña atracción por las llaves viejas y los títeres.
Una
vez vi a una mujer que usaba zapatos de charol iguales a los míos. No dejaba de
mirarme. Me dio tanta vergüenza que bajé los ojos y caminé entre los puestos.
Ella empezó a acercarse, ya estaba a punto de tocar mi mano.
Pero
en ese momento me llamaron:
—Ada,
ya es la hora.
Debía
volver antes de que oscureciera.
Por
los espejos, vi que la mujer me seguía para siempre.
Ella, dos veces. Me encantó el procedimiento que usaste para lograr el efecto tanto como la forma de contar la historia.
ResponderBorrarNo conocía tu blog, es la primera vez que llego hasta aquí. Me anima a leer más.
Un saludo.
Ariel