Segunda semana
Dejó
la cartera y el saquito sobre el sillón y corrió a la cocina.
Ricki
había retirado una silla del comedor diario y tenía los pies descalzos encima
de la mesada. Miraba la tele con una botella de cerveza en la mano. Si se había
dado cuenta de su presencia, no dio señales. En la pantalla se sucedían
imágenes del Golfo de Bengala bajo el tsunami.
—Ricki…
—dijo ella, y lo abrazó tan fuerte que casi lo tiró de la silla.
—¡Pará,
Mónica! ¿Qué bicho te picó? ¿No ves que estoy viendo el noticiero?
Mónica,
con un gesto alegre, agarró el control remoto y apagó el televisor.
—¡Qué
hacés, loca!
—Nada
—dijo—, solamente te abrazo. Y cuando te abrazo y tengo algo que contarte, no
me gustan los ruidos de fondo —y esperó la reacción de Ricki—. Además no
precisás la tele, tonto: yo tengo la mejor noticia, ¿sabés?
Él
se llevó la botella a la boca y no la soltó hasta que estuvo bien vacía. La
dejó en la mesada con tanta bronca, que Mónica creyó oír el astillarse del
vidrio.
—A
ver —dijo Ricki—, más vale que valga la pena. No me vengas con que tu vieja…
—…
no —interrumpió Mónica, tan feliz que no podía mantener la incógnita—. No tiene
nada que ver con mamá. Y estoy tan contenta, que ni me importa. La noticia está
relacionada con una madre, sí, pero no con ella. Además, para que lo sepas,
todavía no le dije nada.
—¡Increíble!
—¡Ricki,
estoy embarazada!
Él
la miró unos segundos. Se levantó de la silla. Buscó otra cerveza en la
heladera. La destapó y se apoyó en la mesada, con la botella en la mano.
—Vos
estás embarazada —dijo, neutro—. ¿Y tan contenta por eso?
Mónica
no podía ponerse seria. Ricki, su Ricki, correría a abrazarla en cualquier
momento y entonces festejarían.
—Claro,
¡cómo no voy a estar contenta, pavo! ¡Vamos a tener un hijo! Ricki, voy a tener
un hijo tuyo, ¿entendés? Voy a ser madre, estúpido. Vení, enterate y dame un
beso.
—¿Estúpido,
dijiste? —él la miraba como si no pudiese creer lo que había oído—. ¿Pavo,
dijiste?
—Fue
un chiste nomás. ¡No ves, no se te puede decir nada! Dale, pará de hacerte el
tonto y dame un beso.
—¿Tonto?
—Ricki,
basta. No juegues al malo, que me lo voy a creer. Voy-a-ser-madre. ¿Entendiste?
—¿Madre?
¿Madre? —violeta de la bronca, se asomó a la ventana—. Me pareció escuchar que
la señora va a ser madre —dijo, como si estuviese hablando con los de enfrente:
era notorio que la cerveza esta vez le había pegado duro—. ¿Madre?
—repitió, volviéndose—. Perdón por la corrección —se le patinaban las
palabras—: yo diría asesina. A-SE-SI-NA, no madre. Eso es lo que sos: una
asesina. Y si no te lo dije antes fue porque…
—¿Porque
qué? —Mónica se puso en guardia, jamás hubiera pensado que Ricki reaccionaría
de esa manera. Aparte, no había tomado más que de costumbre.
—Porque
ahora es el momento, querida —él le sonreía burlón, apuntándola con la
botella—. Ahora que te vas a convertir en mamita. Lo que digo es que una
asesina de tu calibre no puede jactarse de estar embarazada.
—¡Qué
carajo venís ahora a reprocharme algo que pasó hace cuatro años! —Mónica se
desplomó en una silla, y de golpe se irguió amenazante—. Voy a decirte algo
sobre el asesinato —chilló a modo de defensa—. Para tu información, yo
no lo hice sola.
—¿Ah,
no? —Ricki tomó otro buen trago de cerveza.
—¡No,
señor!
—Sí
que lo hiciste, te cortaste sola. Llamaste al medicucho ese, y yo me enteré
cuando el pollo ya estaba cocinado —volvió a empinarse la botella: la cerveza
se le escurrió por la barba y le mojó la camisa desabrochada—. ¡Ah! Perdón,
perdón, señora, usted tiene razón —gesticulaba a lo grande—. Usted no lo hizo
sola, sino ayudada por la bruja que dice ser su madre, que seguro ya se había
mandado un litro de blanco. ¡Qué digo un litro! En semejante situación,
la vieja se habría bajado por lo menos dos. Así que no me involucrés,
¿escuchaste? —soltó la botella, que se estrelló contra el piso, agarró a Mónica
de un brazo y la obligó a mirarlo a los ojos—. ¡No me involucrés! ¡No me
involucrés!
Ella
logró soltarse. Se puso la hebilla en la boca, y con las manos en la cabeza se
recogió el pelo y ajustó la hebilla formando una cola de caballo.
—No
tenés huevos para reconocerlo, ¿no? —dijo, y Ricki le dio vuelta la cara de un
sopapo.
Mónica
cayó entre los vidrios y la cerveza derramada. Apenas se cortó un poco el
brazo.
Doce
semanas
Sintió
el gel frío pegoteándole el vientre. El médico ecografista le apoyó el
transductor y lo deslizó. Los dos litros de agua que había ingerido una hora
atrás hacían estragos en su vejiga.
—¿Me
dijo que estaba de…
—Doce
semanas —dijo ella, deseando que la dejaran en paz de una buena vez. No quería
ver el monitor. Ni siquiera asomarse. Hacía varios días se le había ocurrido
que estaba embarazada de mellizos, aunque era totalmente improbable: ni ella ni
Ricki tenían antecedentes. Pero la idea venía afianzándose en su cabeza.
—Bien
—el ecografista señaló el monitor, y Mónica sintió el dolor de la vejiga
explotándole—. Este es el corazoncito. Vea, vea. ¿Puede ver los latidos?
—Apenas.
—De
doce semanas —repitió el médico, como para sí. Y volvió a deslizarle el
ecógrafo.
—¿Pasa
algo raro?
—No
—el médico le sonrió mientras la limpiaba con una toalla de papel—. Su bebé
está perfectamente.
—Perfectamente
qué.
—Perfectamente
bien.
Mónica
salió del consultorio y tomó un taxi.
En
una vidriera de accesorios y ropa infantil, advirtió un carrito de paseo para
mellizos. Ahora le causaba gracia. ¿De dónde habría sacado semejante
ocurrencia?
Entró
en su casa y fue directamente a la cocina.
Sobre
la mesa había una nota de Ricki.
Lo
habían invitado a jugar al fútbol y después se iría a comer con la barra.
Mónica
pensó que debería llamar a su madre y contarle lo de la ecografía. Miró la
hora: las nueve menos cuarto de la noche. Lo dejaría para el día siguiente,
quién sabe si ya su madre no estaría durmiendo la mona.
Abrió
la heladera y se preparó un sándwich con todo lo que encontró. Lo fue
engullendo de pie junto a la mesada. Empinó la botella de yogur hasta vaciarla
y, antes de salir de la cocina, peló un par de bananas para comérselas viendo
la tele.
Acomodó
las almohadas en el centro de la cama matrimonial y devoró una banana, luego la
otra. Puro potasio, se dijo. Ideal para los chicos.
¿Los
chicos? Qué estúpida, era una forma de decir.
Se
acarició la panza. Un escalofrío, como una descarga eléctrica, la obligó a
retirar la mano. Debe ser estática, pensó y soltó el control de la tele.
La
tele. Una película vieja, en blanco y negro: el tipo grita y se va pegando un
portazo. La mina le sacude con los platos a la puerta cerrada.
Ella
lo mismo, aunque sin platos. Por ahora. Desde que quedó embarazada no hacía
otra cosa que discutir con Ricki. Ya no importaba el motivo, pero siempre
terminaban en lo mismo: él le decía, una y otra vez, que ella no serviría como
madre.
Ahora
Mónica estaba sola en la habitación, sola con su hijo. Le resultaba extraño:
sentía que ella y su bebé invadían un espacio que le pertenecía a Ricki: a fin
de cuentas, en ese momento ella estaba metida en la cama con un hombre. Si es
que llega a ser varón, pensó. Intentó acariciarlo nuevamente.
Y
otra vez el escalofrío.
Su
madre diría que era por las bananas. Cuántas veces la había prevenido: “Moni,
no comas bananas a la noche, que caen pesadas. Y menos con un bebé encima”.
Miró
el lado de la cama donde normalmente dormía Ricki, y sonrió con una amarga
sonrisa: seguro que ni sabía de cuántas semanas estaba.
Recostándose,
apagó la tele y el velador. Acomodó la almohada bajo la nuca y no tardó en
dormirse.
El
bebé descansaba boca arriba en la cunita de la maternidad.
La
cabeza de Ricki, con barba y todo. Evidentemente era su hijo.
Mónica
lo observó con ternura, sentada en el borde de la cama. En cualquier momento se
despertaría, y ella podría tenerlo en brazos, amamantarlo. Le dolieron los
pechos; se tocó: tenía el camisón mojado de leche.
El
bebé abrió los ojitos. Pero no la miró. Veía hacia otro lado, hacia el vacío.
Esas semillas de color turquesa, cada vez más abiertas… ¿Qué estaba mirando?
Mónica
se levantó, apoyándose de costado para que no le dolieran los puntos de sutura.
Fue
rodeando la cuna —sintió el borde de mimbre en la yema de los dedos— hasta que
pudo verlo de frente.
Había
terror en los ojos del bebé.
Mónica
no podía con eso, apartó la vista. Pero no aguantó.
Otra
vez al borde de la cama. Otra vez el camisón mojado y ese dolor de madre en los
pechos rebosantes. Y, cubriéndose la cara, espiando por entre los dedos, volvió
a mirar hacia la cunita de su hijo.
Ahora
no había un bebé.
Había
dos, idénticos.
Y
uno, el que lloraba mudo frente a Mónica —una silenciosa mueca de angustia—,
miraba al otro con espanto.
Mónica
tragó saliva y bajó de la cama. Esta vez ni siquiera se atrevió a rozar el
borde de mimbre.
Caminó
con lentitud exagerada. Los pies pegoteados al piso, debía esforzarse. Debía
esforzarse —una parte de ella no quería ver—, combatiendo consigo misma
por llegar al otro lado.
Había
algo allí, estaba segura.
Algo
que quizá no aguantaría.
Y
llegó. Llegó más rápido de lo que hubiese deseado.
Y
descubrió que el otro bebé —semioculto entre las sábanas— emitía sonidos
húmedos, apenas audibles.
En
su mirada sólo había muerte.
Aterrada,
la madre no podía dejar de observar: era el duplicado perfecto de su bebito.
¿Qué
decían aquellos sonidos húmedos? ¿Le hablaba a ella?
Sí,
le hablaba a ella.
Le
decía a ella una sola palabra. Una palabra indescifrable.
Pero
al instante de reconocer su sentido, Mónica se despertó.
Y
le era imposible recordarla siquiera.
Dieciocho
semanas
La pesadilla volvió cada noche. Pero Mónica no se
atrevió a mencionarla, ni siquiera a su madre.
La
oscuridad de su cuarto se convirtió en su peor enemigo.
¿Cuándo
había sido la última vez que descansó dos horas seguidas?
Ya no la sorprendía lo que la esperaba al cerrar los
ojos: sabía cuál sería el sueño, sabía que despertaría empapada.
Tal vez lograría dormir un rato. Y sin soñar.
Era su único consuelo, dormir apenas. En ese apenas se
refugiaba para no pensar, para no admitir la verdad: la pesadilla se iba
modificando noche a noche; en los últimos meses, a medida que su vientre se
había ido abultando, el movimiento de los labios del engendro se había hecho más
reconocible.
Hasta que una noche le lanzó abiertamente la palabra.
Oportunidad.
¿Oportunidad?
¿Oportunidad para qué?
Se
sentó de golpe en la cama.
Ricki,
a su lado, roncaba como un hipopótamo, desmayado de tanta cerveza.
Mónica
se levantó y fue a la cocina sin encender la luz.
Llamaría
a su madre, con un poco de suerte no estaría tan borracha y escucharía el
teléfono.
Marcó
y esperó.
Nada,
no hubo respuesta.
¿Qué
iba a hacer? ¿Volver a la cama con el estúpido de Ricki?
No,
ya no lo aguantaba.
Se
puso el saco que había dejado sobre el sillón, agarró la cartera.
Y
deambuló sin rumbo hasta el amanecer.
Veinticinco
semanas
Mónica
se despertó por sus propios gritos.
Abrió los ojos tratando de ver en la
oscuridad, ver y comprobar que realmente acababa de despertar de otra
pesadilla.
—¿Qué
mierda te pasa? —escuchó, al mismo tiempo que sintió una sacudida en el
hombro—. ¿Te volviste loca? Ya ni dormir se puede en esta puta casa.
Sí, efectivamente la sacudían para que
despertase, estaba huyendo de la peor pesadilla de su vida.
—Me
tenés podrido —era la misma voz.
Y
se encendió la luz.
Ricki,
su marido. El padre de la criatura. El padre de eso.
Lo
miró un segundo y pensó que él jamás aparecía en sus sueños. Por algo sería.
Pero
esta pesadilla había sido distinta, ojalá pudiera catalogarse como un simple
sueño. Ya no era aquel horror al que se había habituado, no: se trataba de un
dolor físico insoportable. El grito que había espantado a Ricki se debía a ese
dolor. ¡Se despertó tan angustiada! El desgarro de la carne, que la martirizó
hasta desvelarla, había sido tan real… Ni siquiera aquel lejano día, cuando
había llevado a cabo la intervención —el asesinato, como lo llamaba Ricki—,
había sufrido semejantes dolores.
Sentándose
en la cama, Mónica se secó la cara con la sábana y le hizo un gesto de
disculpa.
Él
ni la miró. Agarró la almohada y se fue al living.
—Necesito
descansar, zángana. Mañana tengo un día terrible.
Mónica
se levantó al baño. No era la primera vez, ni sería la última, que Ricki
dormiría en el sillón.
Antes
de volver al cuarto se miró en el espejo: con esa remera de dormir, la panza se
veía más grande. Hasta le pareció el doble de crecida que el día anterior.
Llevaba
un embarazo de seis meses, ¿qué esperaba? Era hora de que la panza se hiciera notar.
Se
metió en la cama y dejó la luz del velador.
Repasó
la pesadilla. Aunque no quisiera, debía recordarla. No podía darse el lujo de
perder detalles. Tal vez se lo reprocharía más adelante.
Todos
los elementos que antes habían aparecido como entre gasas raídas, como
fragmentos —esos ojos que tanto la atemorizaron al principio; esa boca… esa
boca que la había enloquecido tratando de entender la maldita palabra que
articulaban los labios; esa cara, ese cuerpo, duplicado del otro—, ya no eran
una alucinación ni parte de un sueño: esta vez se le habían metido adentro. En
su propio vientre.
Y
ahora Mónica era mirada por eso que, sin dejar de vigilarla, abría la
boca. Pero esta vez no hablaba, no emitía ningún sonido húmedo. Más bien se
acercaba a su molde, a su prototipo, al verdadero hijo de Mónica y Ricki.
Y
lo había mordido.
Y
Mónica había visto en la boca del engendro un colgajo de carne fresca,
sangrante. Y ella había descubierto que esa carne era la mejilla de su inocente
hijito, el verdadero.
Decidió
hablar con su madre. Su madre. Su madre y la puta que la parió. Si la
encontraba borracha de nuevo la despertaría aunque tuviera que echarle un balde
de agua en la cabeza.
—Moni
—le dijo la mujer dos horas más tarde—, vos tendrías que ver a un psiquiatra
—abrió la heladera y se puso a toquetear. Sacó su desayuno: una botella de “New
Age”, seguramente recién abierta, y se sirvió del pico—. ¿Querés? —preguntó
secándose la boca con el dorso de la mano que sostenía la botella de vino.
—No
quiero, mamá. Y no me hagas ir a ningún psiquiatra. Yo sé muy bien lo que está
pasando acá adentro —se señaló la panza sin atreverse a tocarla—. Mi hijo, tu
nieto, ¿entendés? Se está disolviendo pedazo a pedazo.
La
mujer dejó la botella y se tapó los oídos. Mónica le agarró las muñecas para
obligarla a escuchar.
—El
engendro se alimenta de mi pequeño, mamá —Mónica sintió el gusto salado de las
lágrimas—. Se hace carne de la carne de mi bebé.
—¡Basta,
callate! —sin poder zafar del agarre, la mujer quiso llevarse las manos a la
cara y empezó a lloriquear—. Basta, por favor, soltame.
—Pero
el sueño no termina ahí —siguió Mónica, apartándose con brusquedad—. Yo
desperté a los gritos porque sentí que algo frío se me clavaba en la
garganta.
La
mujer vació la botella de una vez. Y fue hacia la alacena.
—Sacacorchos
—dijo, buscando en el cajón abierto—. Dónde lo…
—…
ya es suficiente, mamá —gritó Mónica cerrando el cajón de la mesada.
—Moni
—suplicó la mujer—, dejame. Lo necesito.
—Sí,
claro, agarralo —dijo Mónica después de pensarlo mejor—. Agarralo y morite.
Llegó
a su casa y fue directamente al baño.
Se
lavó la cara y se miró al espejo.
Estudió
sus facciones. Se vio vieja, fea. Más vieja y más fea que esa fea vieja en que
se había convertido su madre.
Tal
vez todo fuera producto de la culpa, un juego de su imaginación. Aunque
conscientemente ella no sentía ninguna culpa. Cualquiera que hubiera estado en
su lugar, cuatro años atrás, hubiera hecho lo mismo. No, ella no tenía nada de
qué arrepentirse. Hablaría con algún cura, le pediría que la confesara.
Cualquiera podía equivocarse. ¿Quién era ella? ¿La Madre Teresa?
Al
día siguiente, antes de ir a la casa de su madre, pasó por el Santísimo
Sacramento.
Fue
un trámite sencillo. Mónica se limitó a declarar su embarazo de seis meses y le
dijo que cuatro años atrás…
Y
el sacerdote le preguntó si estaba arrepentida.
—Sí
—mintió.
—Recuerde,
Mónica, que a veces nuestros propios demonios nos juegan una mala pasada.
—Gracias,
padre.
Increíblemente,
a pesar de no haber rezado desde la niñez, recordó íntegro el pésame.
Esa
misma tarde, llamó al ecografista y pidió un turno.
Apuntó
la fecha en la agenda. Su próxima ecografía sería en una semana.
Veintiséis semanas
Había
dormido toda la noche. Hacía ya unos días que descansaba bien. No había vuelto
a soñar.
Con
asco, con temor, echó un vistazo a su imagen en el espejo: pero, sorprendida,
no descubrió lo que esperaba. La cara relajada, sin derrames en los ojos;
volvía a ser la de siempre.
Hay
que creer o reventar, se dijo. Debe ser por lo del cura.
Desayunó
leyendo el diario. Mientras, Ricki llamaba al banco y sacaba cuentas.
—¿Te
llevo a algún lado? —dijo él—. ¿A lo de la chaborra?
—No,
idiota. Voy a hacerme una ecografía. Si podés, dejame de pasada. Y más
respeto con mi vieja. Mirate un poco, ¿querés? Vos también tenés tu
historia.
Él
le miró la panza y no dijo nada.
Veinte
minutos después, Mónica se sentó en un bar a tomar un café: había llegado
demasiado temprano.
Vio
a una parejita en las mesas del fondo, se reían tan felices… Le recordó sus
primeros años con Ricki: todo el mundo los envidiaba, siempre juntos, siempre
de la mano.
¿Adónde
habrían ido a parar ese Ricki y esa Mónica?
Pagó
el café y salió a la calle.
Era
un barrio de esos en los que siempre le hubiera gustado vivir: las casas bajas
rodeadas de árboles, jazmines perfumados. Daba gusto caminar por ahí. Después
de la ecografía, pasearía un rato.
Casi
no tuvo que esperar para ser atendida.
Entró
en el consultorio. Se desvistió y se acostó en la camilla, ansiosa sin saber por
qué.
—¿Cómo
va esa panza? —el ecografista la recibió con un beso en la mejilla, como
siempre. Era la quinta ecografía.
—Bien
va. Gigante.
—Ya
veo.
Mónica,
ya panza arriba, observó de costado el monitor.
—Vamos
a medir… —oyó que decía el médico.
Cerró
los ojos, necesitaba relajarse.
—¿Qué?
—dijo el tipo, y comenzó a presionarle la panza, cada vez con más fuerza, hasta
hacerla gemir—. Pero, ¿qué es eso?
—¿Qué
pasa? —Mónica intentó sentarse en la camilla.
—Nada,
nada. Déjeme ver —dijo, obligándola a mantenerse acostada. Y repitió la
operación una y otra vez, apagando y encendiendo el equipo. —Vuelva la semana
próxima, por favor —dijo por fin—. Vamos a repetir la ecografía.
—¿Pero…
qué pasa? —Mónica estaba tan aterrada que si lo hubiera pensado ni se hubiese
atrevido a preguntar. —Dígame qué está pasando.
—El
equipo se descompuso —dijo el médico tartamudeando—, no sé qué…
Mónica
lo empujó contra la pared.
—¿Qué
mierda pasa?
—Ya
le dije —volvió a tartamudear—, el equipo…
—¿Qué
vio? ¡Hable! ¿Qué fue lo que vio?
—Nada.
No sé. El equipo anda mal. Se veía doble. Lo vamos a repetir, ya le dije.
Vuelva en una semana.
Sería
mejor pensar que el tipo se había vuelto loco.
No,
no. Ella no podía esperar una semana.
Salió
corriendo del consultorio, subió a un taxi y fue a su casa. Buscó la cartilla
de la cobertura médica y llamó a todos los ecografistas hasta que consiguió un
turno para esa misma tarde.
En
la sala de espera le faltaba el aire.
La
pesadilla, en los últimos días, se había vuelto insoportable hasta hacerla
gritar. Y entonces había desaparecido: la voz se silenció de pronto.
Y
ella creyó que el cura la había librado. Ingenua. ¡Qué cura ni cura! Algo raro
sucedía y no tenía nada que ver con el cura ni con la iglesia ni con ningún
santo.
De
golpe la panza parece explotar, ya no soñás, el ecografista se vuelve loco.
Mónica
se levantó y preguntó si debía esperar mucho.
—No,
señora. Usted es la próxima.
Volvió
a sentarse.
El
corazón le latía tan fuerte que podía oírlo por encima del murmullo de las
otras mujeres. ¿Cómo podían hablar tanto? ¿Cómo estaban tan tranquilas?
¿Cuántas de aquellas mujeres habían sido capaces de…
—Señora
Mónica, su turno.
Ni
siquiera sintió el frío del gel.
El
médico le hablaba pero ella no lograba entender lo que le decía.
Como
si se le hubiesen destapado los oídos, escuchó una palabra: mellizos.
Y…
¿qué más? ¿Qué le decía el médico?
—No
se ven bien, señora. Quiero decir: uno de los fetos está algo borroso.
—Ricki
—dijo Mónica—. Necesito que me ayudes, no aguanto más.
—Contame
—dijo él, sin quitar la mirada de la tele y picar salame.
—Es
el bebé. El… el otro bebé. El del otro embarazo.
—¿De
qué mierda estás hablando?
—Digo
que primero se me aparecía en sueños. Pero ahora…
—¿Ahora
qué? —él no soltaba el control remoto y masticaba haciendo ruido.
—¿Podés
dejar de hacer zapping y darme un poco de bola?
—Te
estoy escuchando.
—En
la ecografía había mellizos, ¿entendés?
—Si
entiendo qué —dijo con la boca llena.
—No
sé cómo decirlo, seguramente nadie lo creería posible. Pero creo que lo tengo
adentro. Creo que nuestro hijo corre serio peligro.
Ricki
tragó y apagó la tele.
—Vos
—dijo, mirándola con tanta bronca que Mónica bajó la mirada—, vos a mí me
estás hablando en serio.
—¿Y
cómo carajo querés que te hable, si se trata de nuestro hijo?
—Dale,
hacete la santita ahora —Ricki fue a la heladera y agarró dos latas de cerveza.
Abrió una—. Hay que festejar, ¿no? —dijo, sentándose en la mesada, reservando a
mano la otra lata—. Si vamos a tener mellizos, hay que festejar.
—Ricki
—Mónica ya no podía retener las lágrimas—. ¿No me crees, no?
Él
bebió un buen trago.
—Ni
una palabra.
—Pero
el ecografista dijo…
—Que
ibas a tener mellizos. Salud.
—Dijo
que uno de los bebés se veía borroso. ¿Qué creés que significa eso?
—Que
el aparato andaba para el culo —terminó la lata, la abolló contra la mesada y
la embocó en la pileta. Abrió la otra—. Una sola cosa te digo, querida: si
insistís con esta mierda, lo que vas a lograr es que me vaya al carajo.
—¿Me
vas a dejar sola?
—¡Qué
pregunta! Sola, lo que se dice sola, no. Te voy a dejar con tus mellizos, o
como quieras llamarlos.
Dos
días después, Ricki preparó las valijas y salió sin decirle a dónde iba.
Y
ella se quedó sola, definitivamente sola. Sola con eso.
La
pesadilla volvió.
Ya
ni siquiera dormía diez minutos seguidos. Cada vez que cerraba los ojos, podía
ver lo que le sucedía en las entrañas: el engendro de sus pesadillas
definitivamente se había instalado en el exacto sitio de la venganza.
Treinta y seis
semanas
Mónica
no podía dejar de tiritar más y más: aquel blanco lugar que alcanzaba a
distinguir a través de sus párpados entrecerrados parecía de hielo. Lo único
que quería era poder despertarse. Despertarse de una vez.
—Mónica,
Mónica —insistía una voz de mujer (que no era la de su madre, de eso sí estaba
segura)—. Atiéndame.
¿Abría
alguien más, aparte de esa desconocida? Tal vez Ricki: todos los padres, al
menos los padres normales, aparecen en esos momentos.
Pero
no. Lo único reconocible era esa apremiante, insoportable voz.
Y
Mónica temblaba, temblaba sin parar.
Ricki,
pensó. Ricki, abrazame. Por favor.
—Mónica
—decía la espectral mujer vestida de blanco, borrosa junto a su cama—. Míreme,
présteme atención.
—Por
favor, enfermera…
—Yo
no soy enfermera, pero puedo ayudarla mejor que...
Y
dijo algo más, que Mónica no pudo percibir: era como si las palabras se
envolvieran de algodones y volviesen a aparecer.
Los
ojos de Mónica se movieron hasta encontrar los de la extraña. Eran acuosos, sin
vida. Tuvo la sensación de que ya conocía esa mirada: era como yacer paralizada
y desprotegida frente a un serpentario.
—Eso
es, Mónica. Le decía que usted acaba de tener un hijo. ¿Lo recuerda?
Mónica
se retorció entre las sábanas. No podía moverse: la habían atado de pies y
manos.
—Un
hijo, Mónica. Un hijo suyo.
Apretó
las mandíbulas, abrió los ojos hasta que le dolieron y negó sacudiendo la
cabeza.
—Sí,
Mónica. Ahora se lo traeremos. Vamos a dejarla ver a su bebé.
—¡No!
—gritó en un alarido—. No, no, no —la garganta le ardía. La boca se le llenó de
sangre. Escupió y tragó saliva.
Miró
hacia la puerta.
Una
enfermera entraba con un envoltorio blanco.
—Mónica
—dijo la mujer a su lado—. Es su hijo. Por favor, mírelo.
La
enfermera se acercaba.
Mónica
necesitaba verlo a los ojos. Por la mirada sabría.
Ahora
podría comprobarlo.
Era
su única oportunidad. ¿Y si eso se había vengado? Ahora había llegado su
turno.
Tragó
saliva y sangre y habló con la mayor calma posible.
—Las manos —dijo—. Suéltenme las manos.
La
enfermera miró a la mujer.
La
mujer asintió y agarró al bebé.
La
enfermera no podía desatar las correas.
—Voy
por una tijera —dijo.
Mónica
esperó sin mirar a la mujer ni a la criatura.
La
enfermera volvió a entrar y le cortó la correa de la mano derecha.
—Una
está bien —dijo la mujer de blanco—. No hace falta desatar las dos. ¿No es
verdad, Mónica?
La
enfermera fue en busca del bebé.
Mónica
se estremeció ante la cara rosada que le acercaban con tanto cuidado. Un gnomo,
un anciano centenario.
La
criatura abrió la boca, emitió sonidos húmedos.
Y
en esos tiernos labios ella pudo leer claramente la palabra oportunidad.
oportunidad
oportunidad
oportunidad
Ahora
por fin entendía el significado.
¿Por
qué ella se la había dado a este nuevo embarazo? ¿Por qué no a aquel otro,
cuatro años atrás?
Desesperada
acercó la mano a aquella bestia, la sujetó del brazo. Necesitaba atraerla hacia
sí, morderla, arrancar del hueso esa carne impostora. ¡Devorarla! ¡Vengar a su
verdadero hijo, ojo por ojo!
La
enfermera forcejeó con ella, casi tirando del bebé.
Mónica
se dijo que tal vez lograrían descuartizarlo.
La
otra mujer corrió hacia el pasillo a los gritos, pidiendo ayuda.
Y
Mónica pudo descubrir la tijera sobre la mesa de luz.
Soltó
al monstruo y la agarró.
La
enfermera salió corriendo con el bebé.
—Eso
—dijo Mónica con un borboteo de voz, la garganta no paraba de sangrar—. Eso
no es mi hijo.
—Tranquilícese,
Mónica —la mujer de blanco se había quedado junto a la puerta.
—Eso
—Mónica volvió a escupir sangre—. Eso no es mi…
—Mónica
—oyó—. Suelte la tijera, por favor.
Mónica
miró la tijera en su mano: era lo suficientemente grande para haberle arrancado
la cabeza de un tijeretazo. Ah, si sólo lo hubiera tenido un segundo más… tal vez
hubiera podido…
La
mirada perversa del animal, ahí. Se habían llevado su cuerpo, pero no su
esencia.
La
mano de Mónica seguía aferrada a la tijera. Y eso lo sabía.
De
golpe Mónica sintió el dolor, un dolor intolerable, un dolor conocido. El acero
en la garganta. Se ahogaba, no podía respirar.
Abrió
la mano esperando la caída de la tijera contra el piso. Pero no hubo ruido.
Se
ahogaba.
Se
agarró la garganta, notó algo frío.
La
tijera se había clavado en su cuello.
Tengo
que sacarla, pensó.
Pero
no podía, el dolor la volvía loca.
Se
desvanecía, ya no tenía fuerzas para arrancarse la tijera.
Tengo
que despertar, pensó. No es más que otro sueño. Otra pesadilla.
No
sentía dolor.
Ya
no estaba en una cama, ya no había ataduras en sus manos y sus pies. Respiraba
con facilidad.
¿Habría
muerto?
Ahora
se encontraría con su hijo, con su verdadero hijo.
Lo
vio.
Era
tal cual lo recordaba de los sueños.
Mónica
se acercó.
Necesitaba
abrazarlo, pedirle que la quisiera. Decirle que ella no sería una mala madre.
Lo
tenía al alcance de la mano. Su hijo descansaba, le había llegado el momento de
descansar. Ella velaría su sueño para siempre.
Lo
levantó en brazos. Lo acunó con ternura, con desesperación.
Ya
nunca más estaría sola.
Se
quedó contemplándolo.
Esperó.
En
cualquier momento su bebé abriría los ojos.
De hecho, estoy muy feliz por mi vida; Mi nombre es Cherelyn Talle, tal vez, nunca pensé que iba a vivir en la tierra antes de que se acabe el año. He estado sufriendo de una enfermedad mortal (VIH) durante los últimos 4 años; He gastado mucho dinero yendo de un lugar a otro, de iglesias a iglesias, los hospitales han sido mi residencia diaria. Los cheques constantes han sido mi hobby hasta que el mes pasado estuve buscando en Internet, vi un testimonio sobre cómo el Dr. Quality ayudó a alguien a curar su enfermedad del VIH, rápidamente copié su correo electrónico que es (qualityharbalhome@gmail.com) .Le hablé, me pidió que hiciera algunas cosas ciertas que hice, me dijo que me iba a dar la hierba, y que así fue, luego me pidió que fuera a un chequeo médico después de algunos días después de usarlo. la cura herbal, estaba libre de la enfermedad mortal, solo me pidió que publicara el testimonio por todo el mundo, fielmente lo estoy haciendo ahora, por favor hermanos y hermanas, él es grandioso, le debo a él en mi vida. si tiene problemas similares, solo envíele un correo electrónico (qualityharbalhome@gmail.com) o simplemente lo que-app le aplique al: + 22891742175. También puede curar enfermedades como el cáncer, la diabetes y el herpes. Etc. Puede contactarme por correo electrónico: cherelyntalle@gmail.com
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