Abrirse paso

—¡Ni vos ni nadie me van a impedir que vaya! —grita Daniela esquivando los sopapos.
—¡Si serás puta! —dice el viejo, retomando el aliento.
—¿Y qué? ¿Ahora querés arreglarme? Para tu información, papito, yo ya no tengo arreglo. Tendrías que haberte acordado antes. Llevás como veinte años de atraso.
—A mí no me vengas con reproches, pendeja de mierda.
—Si justamente eso es lo que te gusta —Daniela se le acerca—, que sea pendeja. Tu pendeja, tu nenita. Ahora voy entendiendo por qué cuando mirás mis películas te calentás así.
—¿Qué? ¡Qué sabés vos!
—Te espié —dice Daniela en tono insinuante—. Sí, la nena de los videos te miraba mientras te metías la mano bien en los pantalones. Ahí no me dijiste “puta”, claro: no querías que me enterara de que mi propio padre ve mis películas.
—Ahora es distinto, Daniela. Estás embarazada.
—Igual tenemos que comer, ¿no? Así que mejor olvidate de que soy tu nenita, y pensá que este tipo paga una bocha por las fotos.


Si quisiera, él podría verificar por enésima vez que ha dejado todo listo: la botella de vidrio, llena y cubierta provisoriamente con un tapón también de vidrio, la máscara, los guantes y las correas. Podría comprobarlo sin necesidad de moverse del sillón hediondo donde piensa dormir esta noche. Pero no mira otra cosa que no sea su propia mano abriéndose y cerrándose en la penumbra.
Hay que entrenarla, piensa.
Le gusta observar cómo su mano, mientras se ejercita, intercepta el haz de luz por el costado del trapo que cubre la ventana. Los vándalos del barrio aún no lograron acertarle a la luz de mercurio que ilumina esta parte del edificio. Por eso la disfruta, juega con ella como si supiera que al día siguiente, al atardecer, ya no estará ahí.
Mañana, piensa. Mañana a esta hora todo habrá terminado. Habré tenido tiempo de darle una lavada al piso y de quemar las sábanas que ahora, limpias, cubren mi cama.
Con sólo repasar el bosquejo de la operación, siente la adrenalina, la erección que crece dentro de sus pantalones. La cosa viene bien barajada.
Y sigue ejercitando su mano. Aunque ahora no la mira. Lo que ve es la cara sonriente de su presa.
—¡Linda foto, guacha! —le dice al portarretratos.
Pero no es lo artístico lo que le parece “lindo”, ni la cara, ni las tetas redondas, perfectas. Es el perfil de la panza de la mujer, por el que ahora desliza la yema del dedo.
Mira el reloj. Las cuatro.
Otra noche sin dormir, la puta madre. Se incorpora en el sillón y mete la mano en el bolsillo del jean. Saca el Trapax y lo acomoda bajo la lengua.
Faltan pocas horas, piensa mientras se va quedando dormido.
La mirada profunda y oscura de la mujer lo contempla con ese amor que le llena el alma. Ella lo sostiene contra sus senos desnudos, de donde bajan blancos hilos de tibieza: su alimento, su alimento esencial. ¡Qué felicidad! ¡Ser pleno y libre y esclavo a un tiempo! Ser un bebé, con edad para apreciarlo. Ser uno con Mamá. Y de repente lo inevitable: sabe que es el final, que la unión se terminará algún día y para siempre. Que ahora mismo se termina. ¡No, no me dejes!, grita. ¡Por favor! Sus manos sonrosadas, tan pequeñas todavía, a tientas, buscan en el aire sin encontrar nada.
Nada.
Y él, tumbado en el sillón, siente el dolor en su propio pezón estrujado.


Daniela cruza por plaza Congreso. Si no estuviera tan pesada, iría a pie hasta San Telmo. Linda noche para caminar, se dice, y recuerda otras noches en que la familia, feliz, paseaba de la mano como si realmente todos se quisieran.
Toma el colectivo 64, que la dejará a dos cuadras de lo del fotógrafo.
Espero que no sea un loco de mierda, piensa, admirándose el busto en el reflejo de la ventanilla. Un trastornado de los que se vuelven putos por las minas con el bombo. Bueno, a lo mejor le gusto. Y no precisamente porque el tipo sea un depravado: la verdad es que estoy bastante bien, y eso que hace varios meses que dejé el gimnasio.
Siente una molestia en la entrepierna, en el borde de la bombacha. Seguro que se cortó: ni pensar en el trabajo que le llevó la depilación, el espejo tendido en el fondo del bidet, su mano abriéndose paso entre los labios, esquivando la panza para que la yilé alcanzara cada recoveco.
Poniéndome seria, no estoy de humor para coger con un desconocido. No esta noche, después del sermón del viejo. Parece mentira cómo me jode que me diga puta.
Y se le cruzan por la cabeza mil imágenes de cuando laburaba en la calle.
No, se dice, no estoy de humor para eso.


Él despierta empapado en sudor. Pero está feliz: después de hoy, aquello desaparecerá de su memoria.
Ya en el baño, abre la ducha. Se queda más de media hora bajo el agua. Se seca sin apuro. El espejo no puede reproducir mi ánimo, piensa mirando su imagen desfigurada por el vapor que no termina de disiparse.
—Y si el espejo no puede reproducir mi ánimo —dice sonriente—, ella tampoco podrá.
Se viste con cuidado. Un fotógrafo serio, de los que pagan mucho, de los que consiguen una pieza en un edificio en ruinas en San Telmo sólo para dar el clima necesario a la producción fotográfica, debe llevar un atuendo limpio y cuidadosamente desprolijo.
Sobre la mesa pone pan, manteca y un cuchillo de untar. Vuelve a la heladera y saca un tetra. Eso es lo que se llama un buen desayuno.
Ya debe estar llegando, piensa. Le pasa la lengua al pan arrastrando la manteca. Nunca lo hizo antes. Hay tantas cosas que hoy hará por primera vez… Se eriza de sólo pensarlo.
Mira la botella. La misma botella que observaba cuando ejercitaba su mano.
“Acordate de que el ácido sulfúrico se come el plástico” —le había dicho el vendedor—. “Así que ponelo en vidrio. Y cuando lo toques usá guantes. Mirá que quema como la puta que lo parió, pibe. Tené cuidado, yo no quiero quilombos”.
—Quema, pibe —dice él, y no puede contener la risa—. Quema como la gran puta.
Y se le cruza que podría beber un trago del contenido.
—Lindo —se dice—. ¡Lindo quedaría!
No tiene intención de tocar la botella hasta que llegue la hora de cambiarle la tapa.
Sin embargo, no descarta la idea de convertir el ácido sulfúrico en bebida: si algo sale mal, si la mina no se deja atar, la obligará a tragar un poco.
Y después beberá él también. Será una buena manera de terminar con todo.


Daniela gira para ver, a sus espaldas, el Cabildo iluminado. ¿Cuántos años hace que su madre la trajo a conocerlo? ¿Cuántos años que no la ve? Quién sabe, con un poco de suerte ya está muerta. Tantas veces intentó suicidarse y no pudo, la pobre.
El chofer del colectivo la espía por el retrovisor.
Tiene una pinta de pajero que no se banca. Este debe ser un consumidor nato de cine condicionado. Seguro que me conoce.
Le devuelve la mirada con una mueca de sonrisa.


Desde hoy se hablará de él. Tal vez lo llamen “El Monstruo de San Telmo” o “La Bestia del Ácido”, acaso memoricen su nombre verdadero; incluso puede imaginar al mismísimo Enrique Sdrech tratando su caso por la tele.
Cubre sus manos, se coloca la máscara, cambia la tapa de la botella por un gatillo pulverizador. Conteniendo el aliento, lleva la botella a la otra habitación, donde harán las fotos.
Vuelve al comedor.


Daniela se baja en Paseo Colón y San Juan. En la vereda pisa algo blando, que le provoca náuseas. Quiere llegar de una buena vez, sacarse las fotos, cazar la guita y mandarse a mudar.
Hay poca gente por la calle, nadie a la vista para consultar la dirección. Saca el mail que le mandó el fotógrafo, y estudia el planito.
Recuerda que Sonia, una amiga suya, también había contactado un fotógrafo en el chat… y resultó que el tipo la esperaba con una banda de degenerados. La pobre estuvo como quince días para reponerse.
Llega al edificio, la chapa es tan vieja que apenas se lee el número. Retrocede unos pasos para mirar el frente: paredes chorreadas que huelen a podrido. Duda un segundo. Siente el movimiento del bebé y se pasa la mano por la panza.
Todavía no puede creerlo: ha llegado al octavo mes. Mira la puerta, que está apenas arrimada, la empuja un poco y abre con un chirrido. Después de todo es una suerte que no haya podido juntar la plata para el aborto. Entra.
Aprieta el botón del ascensor y espera. Trata de descifrar unos grafitis de la pared, garabateados con birome. El ascensor se detiene en planta baja, ella sube. Marca el piso del fotógrafo y se desabrocha el tapado: hoy la panza parece a punto de estallar.


Le da otro trago a la caja y deja el vino sobre la mesa.
Han golpeado a la puerta.
—Ya voy —dice.
La mirilla  no le permite apreciar la silueta de la tipa. Saca la cadena.
—Buenos días —a ella se le nota la tensión de la voz.
—Pasá —dice él, seco.
Es increíble, piensa: cuando están a punto de parir, se vuelven chanchos para carnear. Casi no parece la misma de la foto.
—Me retrasé un poco. Salí de casa temprano, pero…
—No pasa nada, piba —él cierra la puerta con llave y cadena.
—Daniela.
—Sí, Daniela.
—¿Tu nombre era…?
—Pongamos que me llamo como te guste. Que sé yo, Teo.
—¿Cómo Teófilo?
El tipo no contesta.
La conduce a la otra habitación.
Le muestra el escenario.


Daniela mira alrededor: las paredes descascaradas, el espejo borroso, la cama de bronce opaco, y el piso en el que se advierte el recorrido de la escoba. Todo contrasta con la pulcritud de las sábanas blancas, como almidonadas.
—Bueno —le dice Teo, y ella huele el tinto que despide hasta por la piel—. Sacate la ropa y ponete eso —le señala una bata sobre la cama—. Cuando estés lista me llamás.
Y la deja sola en el cuarto.
Hay un olor extraño.
—No te demores —se oye desde la otra habitación, tal vez el laboratorio.
Bicho raro, se dice Daniela.
Y descubre la botella de vidrio con el gatillo pulverizador sobre la mesa de luz, a un lado de la cámara fotográfica.
Acerca la nariz. Huele.
Picante.
Algún producto de los que se usan para el revelado, a lo mejor.
Y la voz de Teo:
—¿Se puede?
Daniela se apresura a quitarse la ropa.
La bata. La bata es una prenda masculina, bastante usada pero limpia.  El aroma a laverrap le da un instantáneo dolor de cabeza: una vez leyó en la pelu que a muchas embarazadas les pasa.
—Ya está —contesta ajustándose el cinturón por encima de la barriga.
Teo entra, la mirada fuerte. Daniela siente un sudor frío por su espalda y se abraza la panza.
—Acostate.
Ella se sienta en el borde de la cama, acomoda su peso en el centro. Apoyada sobre el codo, sube las piernas.
Él saca de un cajón varios cintos como los de las poleas del gimnasio.
Le acomoda una muñeca dentro de la correa. Le lleva mucho tiempo pasarle la presilla hasta que queda ajustada; parece nervioso, excitado. La sujeta a la cabecera de la cama. Repite la operación con la otra muñeca y con cada tobillo.
Daniela siente que está muy tirante pero no se queja. La regla número uno es: “Si querés trabajar en lo nuestro, nunca digas que esto o aquello te molesta”.
Lo mira. Lo estudia, mejor dicho: el tipo hierve de angustia. ¿De locura, acaso?
Ahora me saca las fotos, piensa. Ahora me saca las fotos, me visto y me paga. Y después la calle. Es sólo un ratito, es hoy… Es la primera vez que un fotógrafo me da asco, debe ser por el embarazo.
Se concentra en la respiración. Como en el curso preparto.
—¡Carajo! —dice Teo cuando termina de desabrocharle la bata y ella queda desnuda con la panza hacia el techo.
Agarra la cámara, se aleja un poco y la observa.
—Perfecto —dice.
Pasan los segundos. A Daniela le parece que hace una eternidad que la mira por el lente y aún no gatilló una sola foto.
—¡Lo sabía! —lo escucha decir—. ¡Ya lo sabía!
La cámara se estrella contra el piso, es el disparador para que él se le abalance y apriete el pezón y el líquido amarillento brote.
—¡Qué hacés, la puta madre! ¡Dejame! ¡Estás loco!
Teo la suelta.
Daniela vuelve la cabeza. Lo ve agarrar la botella de encima de la mesa de luz, lo ve empuñar el gatillo pulverizador, apuntarle a la cara. Hirvientes hilos de aquel líquido chorrean por las paredes de vidrio, y una humareda nauseosa vuela por el aire, como en cámara lenta se cierne sobre su panza. Y siente un ardor insoportable en el abdomen, un ardor que parece penetrarle hasta las entrañas. Ahoga un grito, la cara empapada de lágrimas. No puede dejar de mirar al tipo.
—¡Ahhh! —como gusanos vivos, los chorros humeantes lamen los nudillos del fotógrafo. Un hedor a quemado se desprende de la piel descarnada, roja. La botella se le resbala de la mano y rueda bajo la cama—. ¡La puta que lo remilparió! —grita él agachándose detrás, seguramente palpando bajo el colchón con la mano sana.
Daniela siente una puntada en los ovarios, la panza se tensa como un odre y le duele con un dolor distinto: contracciones. El ardor de esa nube maldita parece más fuerte a cada segundo.
Se estira todo lo que le permiten las ataduras, quiere mirar. Tiene los ojos resecos, de tan abiertos; se da cuenta de que ni siquiera ha parpadeado. Y ve cómo el hombre se reincorpora a un costado de la cama.
—¡Hija de puta! —grita él—. ¡Todas las madres son unas hijas de remilputa!
Daniela se retuerce en la cama, luchando con las correas que le desgarran la piel. Y el esfuerzo hace que la panza esté cada vez más endurecida. Se oye a sí misma gemir, no puede contenerse.
Respiro, respiro, respiro. Y ve que Teo se le acerca con la mano hirviéndole en una espuma roja que le deja ver el blanco, los huesos de los dedos. No se atreve a mirar el estado de su panza: ¿habrá llegado al bebé aquel ácido, habrá penetrado tanto? Le duele más aún, siente una gran necesidad de abrir las piernas. Pero las ataduras no se lo permiten.
El tipo se inclina por encima de su barriga y dice algo que ella no alcanza a escuchar. Y repite lo mismo, cada vez más fuerte hasta que Daniela entiende:
—Perdón, mamá, lo siento —y retrocede hacia un rincón donde se queda observándola—. Perdón, mamá. Perdón.
Entonces Daniela cierra los ojos y grita, se olvida de dónde está. Lo único que quiere es parir.
Sólo escucha sus propios gritos de dolor que parecen traerle más dolor.
Y siente que le llegó la hora: traer al mundo a otro ser, algo, alguien rosadito, tierno. Hace una fuerza brutal para expulsar. No sale nada, o cree que no ha salido nada: las ganas —ganas como de descargar el vientre— vuelven, y ahora con mayor intensidad.
Sabe que es el momento, que debe respirar. Jadear, mejor dicho.
Y no puede. Necesita que le suelten las manos, necesita metérselas y sacar al chico que la está volviendo loca de dolor. Oye un alarido, un alarido de su propia garganta. Algo le dice que no debe gritar, que debe guardar silencio. Pero no puede. Ni siquiera se atreve a abrir los ojos. Y otra vez a hacer fuerza.
Está agotada, pero las ganas son más y más intolerables. Vuelve a pujar, a empujar desde el fondo de su cuerpo que la obliga a convertirse en lo que nunca quiso y que ahora anhela con todo su ser.
Otro alarido. Se le desgarran las cuerdas vocales, al mismo tiempo que el útero y la vagina.
Y ahora el gran placer de sentir que el dolor —al menos, lo peor del dolor— ya pasó. ¿Y el primer grito de su bebé? ¿Habrá nacido muerto?
Imposible saberlo. Lo único que sabe Daniela es que falta expulsar la placenta. Aunque no da más, y quiere dormir. Está tan debilitada que ni siquiera entiende qué son esos ruidos que la rodean: acaso el llanto de un bebé, acaso el lloriqueo de un hombre.
Lentamente abre los ojos.
Ve al fotógrafo en el rincón.
—Ayudame —logra hacerse entender—. Con la placenta, por favor. Sacala.
Lo ve aproximarse cauteloso.
—Agarrá la placenta y tirá.
El tipo sujeta la placenta y la atrae suavemente como si no se atreviese a hacerle daño.
Ella siente que se desmaya. Si no fuera imperioso mantenerse despierta… Si ese individuo fuera normal, incapaz de irse y dejarla sola, amarrada a la cama con su hijo unido a la placenta, dormiría una semana entera.
—Después —balbucea Daniela, tratando de que la voz le salga lo más dulce posible—. Por favor, después llamá a un médico.
Teo sigue con su meticulosa tarea de extraer la totalidad de la placenta, parece poseído. Lo ve acariciarle el sexo ensangrentado. Su mano parece quemada o algo así. Lo ve acercar la boca a su vagina.
Quiere cogerme en semejante estado, piensa. Dios mío, se ha vuelto loco.
—Está tan dilatada… —lo escucha decir.
Como a través de un sueño de niebla espesa, todavía alcanza a verlo: arranca las correas de las piernas doloridas, se las abre con violencia arrastrando al bultito rosado, aún unido a la placenta. Lo alza en el aire, por encima de su cabeza. Y lo arroja contra el piso.
Él se reclina sobre su vientre quemado por el ácido, hinchado aún; se arrastra hacia abajo mientras sus manos le recorren la entrepierna y se apoderan de su vagina, manteniéndola abierta en la totalidad de su dilatación. Entonces, Daniela vuelve a cerrar los ojos, se entrega a ese letargo postergado.
Y sueña.
No está en esa habitación.
Su hijo no ha nacido todavía.
La cabeza de ese hombre no es lo que puja por abrirse paso en la abertura de su cuerpo.


La forma de su belleza




La despertó un golpe metálico en la reja.
No quería abrir los ojos: temía que de esa pesadilla de mierda desbordasen sus padres, la casa de su infancia, el olor hediondo de la vieja.
—¡Eh, Trovato! —le gritó la hija de puta de la Chechu—. Te tengo una noticia.
¿Cuánto hacía que nadie le dirigía la palabra?
Una noticia, pensó.
Podría tratarse de la noticia que ella esperaba.
Pero no.
Faltaba tanto. Demasiados años faltaban.
O no tantos, se dijo. A lo mejor no tantos.
Se le hizo un nudo en la boca del estómago y tuvo ganas de reír. Ya llegaría la noticia de su libertad, y ella, la Trovato, volvería a la vida. A una vida que ni recordaba. ¡Qué importaba! ¡Sería libre! ¡Libre algún día!
Pensar que la habían hecho cruzar ese portón cuando tenía apenas veintiún años.
—¿Me estás escuchando o no, Trovato? —insistió la guardia—. Nos vemos en el desayuno. Preparate.
Podría soñar despierta, se dijo. Ponerme de nuevo una sonrisa en los labios, arrancarme esta mueca de amargura. Soñar que en pocos días salgo, que vuelvo a jugar en la vereda con mis amigos. Podría recuperar para siempre a mi otra mitad.
Antes, en otra época, sus padres la visitaban cada domingo. Interminables tardes silenciosas. Había llegado un momento en que ya no los soportaba, por eso les había rogado que la dieran por muerta y jamás volviesen. Y, desde entonces —quién sabe si el alivio fue mutuo—, nunca habían regresado. ¿Cuánto hacía?
Ella al principio los había extrañado mucho.
Después había puesto toda su energía en no contar las semanas, los meses. Y por fin había perdido el cálculo; ni aun esforzándose podía recordar cuánto llevaba ahí adentro. Tampoco tenía claro cuál había sido su crimen. ¿Acaso era un gran delito preservar de la vejez a quien se ama? Una cosa es asesinar, y otra matar. Jamás la comprenderían.
Más tarde se había obligado a no mirar a nadie a los ojos, a no hablar. A no ver la decadencia de las otras internas idiotas que lo festejaban todo: cumpleaños, navidades, todo. Como si el paso del tiempo significara algo bueno. Si hasta las manchas de humedad en el techo de la celda cambiaban de forma.
Te tengo una noticia, le había gritado la guardia. ¿Qué más le había dicho? Nada. ¿Le dirían lo que ella tanto deseaba? No por ahora.
Hacía mucho había recibido otra noticia. Otras palabras que no se iban de su memoria: Veinticinco años. Veinticinco años había dictaminado el juez. Ella apenas había logrado oír lo que seguía. Sin embargo, lo había leído en la sentencia, y lo recordaba, palabra a palabra: Se aplica la ley 24.390 sobre la duración y cómputo de la prisión preventiva, por la cual los seis meses sin condena acogen el beneficio del dos por uno. De tal manera, a partir del día de la fecha, la señorita Trovato deberá permanecer en prisión veinticuatro años de cumplimiento efectivo.
 ¿Y si la noticia fuese la que había estado aguardando? ¿Habrían pasado ya todos esos “veinticuatro años de cumplimiento efectivo”? Imposible, ella no podía haberse convertido en una vieja de casi cincuenta. ¿O sí?
¿Quién era ella ahora?
Tenía que seguir durmiendo. Debía dormirse.
No podía. Como si el cuerpo le quedase grande. Necesitaba moverse, hacer algo. Todavía faltaba para el desayuno.
Se sentó en la cama. Hamacándose con los brazos rodeando las rodillas, se cantó una canción de cuna.
Acarició la colchoneta, la pared. Ubicó el hueco donde escondía el libro. Ese libro guardaba la frase que ella más amaba y más odiaba. Shakespeare se la había escrito. La sabía de memoria: “La belleza y su fruto morirán sin dejar ni el recuerdo de su forma”. Lo sacó. Al soplar la tapa, el polvo que acentuaba su color amarillo se le metió en los ojos.
Ocultó el libro debajo de la almohada. Se palpó la cara húmeda, contorneó con las yemas de los dedos las patas de gallo.
¿Cómo había sido ella? ¿Cómo había sido la forma de su belleza?
Cerró los ojos. ¡Si al menos pudiera verse! No podían haber pasado veinticinco años. Aquella estúpida mujer la estaba poniendo a prueba. ¡Qué noticia ni noticia! Las guardias se estarían divirtiendo de lo lindo con ese chiste imbécil.
Y si no pasaron veinticinco, se dijo, ¿cuántos creés que pasaron?
Veinticinco años o dos mil, qué más daba. Ella estaba sola. Siempre había estado sola.
¿Siempre?
¿Acaso había llegado sola a la vida?
—¡NO! —gritó.
Se agarró el pelo, se lo tironeó, sacudió la cabeza de un lado a otro. ¡Qué pensamiento más estúpido!
—¡No hace falta que me acuerde de aquello! —gritó, tan fuerte que las guardias ya venían corriendo a su celda—. ¡No hace falta que me acuerde de aquello! ¡No hace falta!
Se abofeteó hasta que le ardieron las mejillas.
La agarraron, la zamarrearon, le lavaron la cara por la fuerza. El agua nunca le había parecido más helada.
—Preparate para el desayuno —dijo una de esas vacas antes de irse.

Más viciado que nunca, el aire del comedor apestaba a fritanga y grasa recalentada.
Te tengo una noticia, se dijo con ironía. Te tengo una noticia, Trovato. Preparate.
Llegó a su rincón y se dejó caer en la banqueta tajeada.
Apoyó la frente en la mesa, se puso a dar pequeños cabezazos contra la madera.
Sintió la boca reseca. Juntó un poco de saliva y tragó.
Alguien se le acercaba: podía oír unos pasos como de goma en el alisado de cemento.
Los pasos se detuvieron. Su mesa se tambaleó por un segundo. Una gota de mate cocido hirviendo le mojó la mano. Al lado del jarro había un diario.
Ella no miraría el diario. Qué le importaba.
El murmullo crecía en el comedor.
La página del diario parecía llamarla.
Miró. Crónica.
¿Era ella? Dos fotos de ella. De cuando era joven. ¿Por qué dos fotos?
Ella, con dos peinados diferentes.
Ella, con…
…con su hermana melliza.
Se detuvo en el titular:

Un célebre caso de la criminalística argentina: 25 años después
La Trovato ha cumplido la condena por el brutal asesinato de su hermana

¡Era cierto! ¡Saldría! Sólo tenía que terminar su desayuno en silencio. Se contuvo. Que nadie se diera cuenta de su única alegría en años. ¡Pero saldría, sí! ¡Saldría! ¡Saldría! ¿En cuánto tiempo? ¿Dos semanas? Ahora vendrían los trámites. Bueno, se dijo, no importa. Van a largarme nomás.
¿Le habrían avisado a sus padres? ¿Los vería al fin?
Podía sentir la tensa respiración, las tensas miradas de las otras, que de golpe se habían quedado calladas. De pura envidia, seguro.

De vuelta a su celda, se cruzó con una guardia.
—¿Po… podría? —dijo, y al oírse se le ocurrió que su voz venía de otra persona.
—Sí, che, decime. ¿Qué necesitás?
—Un espejo.
La vaca la estudió de arriba a abajo, dudosa.
—Y para qué lo querés. ¿De veras tenés ganas de mirarte?
—Dejate de joder —dijo—. Traémelo si se te canta. Algún billete me queda —bajó la mirada y siguió su camino.
Al rato la mujer le entregó, de contrabando, un marco de cuarenta centímetros de lado. Cubierto con una tela manchada de marrones, habría tenido flores, en otros tiempos.
Cuando le acercó el billete, la vaca se negó.
—A vos te va a hacer más falta afuera, Trovato.

Ya sola, sentada en su catre, estiró el brazo y con los dedos en pinza agarró la punta de la tela. Fue descorriéndola sobre el espejo, descubriendo la mirada fija en la superficie, recordando cómo había comenzado todo, veintitantos años atrás.
Pensó en la foto del diario. Los recuerdos salían a la luz: tan iguales habían sido con su hermana, que ni sus propios padres podían diferenciarlas.
Las lágrimas se le secaban en las mejillas. Seguramente hacía rato que lloraba. Un llanto entrecortado y silencioso.
Demasiados años habían pasado desde que su hermana melliza se lo había dicho: ¡Mirá! Me salió una cana.
¿Una cana?, había gritado ella. ¿Una cana? ¡Vos estás loca!
No podía tener una cana a los veintiuno. ¡No!
Ella ya había visto a su abuela: el deterioro físico traía el deterioro mental, la falta de memoria, el olvido de todo, el ni reconocer siquiera a los seres queridos.
¡Nada de pañales!, se desgañitaba la vieja, con una mirada que no era la mirada que ella conocía de su abuela. Y los parientes ya no la atendían. Total no entiende. Y la dejaban sola, cagada hasta la nuca, ladeada en su sillón hamaca durante todo el puto día. La cabeza blanca de canas rozaba las rejas del lavadero. Bien lejos la depositaban. Algunos días, ni le daban de comer.
Nada podía ser peor que la vejez. Y el envejecimiento empezaba con la primera cana.
El espejo quedó desnudo.
La Trovato, frente a frente con su reflejo: la piel se le había vuelto gris, opaca.
Hubiera dado cualquier cosa por tener el coraje de apartar la mirada, pero necesitaba seguir viéndose.
Sus dedos recorrieron las mejillas agrietadas. Escarbando. Buscándose debajo de esa máscara ajena, enmarcada desde atrás por barrotes descascarados.
¿Sería realmente ella? No podía ser ella. Era la otra, que venía a mostrarle su primera cana. La otra, que se había vuelto una vieja inmunda.
La vista se le volvía oscura. El espejo y la celda se desvanecían. Adentro o afuera le daba lo mismo.
—Estoy tan vieja… Qué cansada estoy. Cansancio de vieja.
Entonces la vio: la abuela. La abuela en su sillón hamaca, la cabeza colgando.
—¡Andate! —le gritó con un grito ahogado—. ¡Qué alguien saque a esta vieja de acá! ¡Apesta!
Sus músculos habían perdido la fuerza. Temblaba. De golpe hacía mucho frío. Frío de vieja. Olores de vieja.
Fue retrocediendo hasta agazaparse en el rincón, encima de la almohada.
Había algo ahí. Un libro. Un libro viejo con palabras viejas que hablaban de la vejez.
Le pareció que flotaba, como suspendida. No podía moverse, no podía pensar.

Cuando recobró el movimiento, se lanzó contra el espejo y lo tiró al piso con la misma fuerza de veinticinco años atrás.
Ya no era un espejo. Era su cuchilla liberadora.
La Trovato alzó el brazo, se arremangó.


“La forma de su belleza” obtuvo una mención honorífica en el concurso El tiempo en las letras y el dibujo, fundación DELOITE, 2007. Editado en antología.


Distrito Territorial San Telmo (novela), Ayarmanot, 2019


Capítulo Cero

Marito Fargas

Era su primer debate partidario, y Marito Fargas se descubrió discutiendo de igual a igual con el mismísimo Principal de la Representación San Telmo.
Se sentía mejor que con la turrita de Euge. Y eso que con sólo acordársela en bolas, le venía el olor de ella y sentía que volvía a babearse entre sus piernas. Se pasó el dorso de la mano por la boca. No, no se había babeado. Lo que estaba viviendo ahora era mucho más fuerte que cualquier estúpido recuerdo. Tanto, que incluso su renguera de toda la vida parecía haber desaparecido.
Haberse atrevido a salir del viejo teatro había sido una buena idea. ¡Una idea brillante, qué mierda! Ojalá pudieran verlo sus amigos. Se los imaginó corriendo al teatro a contar que él, nacido y criado en cautiverio, era igual a los de afuera.
El debate se volvía encarnizado. Entonces, las luces bajaron, y todos se fueron callando la boca.
Alguien arrastraba cosas pesadas. Unas sombras gordas y bajas iban y venían. Enanos, supuso él. ¿O serían chicos? No, nadie llevaría a un chico a un antro como ese.
Un haz de luz cruzó el salón y fue a dar de lleno en un escenario que no había visto antes.
—Para relajar tensiones... —dijo desde ahí el secretario de la Representación—, ¡un buen Shock-Show!

Un entusiasta rumor recorrió la sala.

¿Shock-Show? ¿Sería alguna clase de espectáculo?
Unos empleados armaban una jaula.
—Ahora —dijo el secretario—, el sorteo.
Se repartieron tarjetas y lápices. Cada uno escribió su nombre y

echó la tarjeta a una pecera de vidrio opacado por inmemoriales cagadas de moscas.
El secretario revolvió, sacó unas tarjetas y fue leyendo los nombres. Marito conocía de vista a la mayoría: al enorme oso de voz finita al que llamaban Flauta, al Gringo y a otros de los que esperaban en el escenario.

—Mario Fargas —cantó el secretario.

Y él pegó un salto.
—¡VAMOS TODAVÍA!
Se unió al Flauta y el Gringo. Bajó la mirada y le vio al Gringo unos zapatones con puntera de metal.


—Los nombrados —siguió el secretario— presenciarán el Shock-

Show del día de la fecha. Los demás dejarán inmediatamente el recinto. La luz blanca del reflector viró al rojo, puso en evidencia la grasienta prolijidad de los peinados, los manchones en las camisas, la negrura de

los cuellos.

Los enanos —eran cuatro— abrieron la puerta de la jaula y entraron. Él pudo verlos bien. Son monstruos, se dijo. Monstruos imitando el andar de los humanos. ¡Qué asco!

De algún lado, desde el piso o las paredes, brotaron chirridos. Los

enanos bailaron, se arrancaron las camisas, los pantalones. Un horrendo strip tease, pensó Marito. Los demás espectadores aplaudían. El secretario lo miraba fijo. Tal vez esperaba que él hiciese lo mismo. Aplaudió y silbó y estiró las manos hacia la jaula.
Los chirridos se apagaron. Entre tres enanos aprisionaron al cuarto, lo tiraron al suelo, lo untaron con un gel amarronado y lo recorrieron con las lenguas. Cada uno eligió un área donde detenerse. El silencio de los espectadores hacía más evidente el rumor de la saliva de los enanos que succionaban la nariz, las tetillas y el miembro del otro.
Los chirridos volvieron, y todo el mundo aplaudió. Y los succionadores lanzaron a su víctima contra la red de alambre.
Marito no podía sacarle los ojos de encima: o el tipo era un excelente actor, o se estaba electrocutando a morir. Finalmente se incendió.
¡Cómo lo excitaba aquello!
La llama se consumió. El aire denso y pegajoso impedía respirar. Cuando se dio cuenta estaba con la cara pegada al piso. Y volvió a oír al secretario, en su propia oreja.

—Mario Fargas, el Principal desea hablarle.

¿Cómo lo habían detectado en esa oscuridad, en el suelo?
Olvidó el espectáculo. Lo habían descubierto. ¿Quién lo había mandado a hacerse ver? Ahora, por su culpa, el viejo Jaime y sus amigos del teatro quedarían expuestos. El viejo Jaime: el padre que nunca tuvo. Más de una vez, Marito se preguntaba si había correspondido tanto amor. Como querer, lo quería. Pero nunca se había sentido un auténtico hijo. Los de la Representación irían al teatro, buscarían a sus amigos y los echarían a la próxima hoguera pública. Pensó en el viejo Jaime: al escuchar su nombre, se entregaría sin dar batalla. Por él, por su protegido. Le dio pena el viejo, le pareció escucharlo diciéndole que vos Marito sos todo lo que tengo, que no te pase nada.
Pero... ¿acaso él había salido de su guarida para ser un simple espectador? ¡Claro que no! Nadie lo había llamado al viejo para que se hiciera cargo de criarlo. Él no le debía nada. Su realización personal estaba primero, el triunfar en la política.
Igual tenía miedo, mucho miedo. Le hubiera gustado que alguno de sus amigos estuviera a su lado ahora. Pero los cagones preferían quedarse en el teatro cuidando a la gente. ¿Cuidar qué, pedazo de pelotudos? ¿Cuidar a un grupo de okupas, de topos que deberán ocultarse para siempre del mundo? ¿Qué clase de vida es esa?

—Señor Mario Fargas... —Lo habían descubierto.

Esforzándose por no temblar, giró la cabeza.
Sintió que una ráfaga caliente, un hormigueo instantáneo le atravesaba la pierna con el ramalazo de una inyección de gas carbónico. ¿Qué le habían hecho?



2.

—Siéntese, Mario Fargas.
Él tanteó a su alrededor. Y una trompada le descolocó el cerebro. Cayó al piso, chupando su propia sangre.
—¿Ha disfrutado de nuestro número en vivo, señor Mario Fargas? — dijo el Principal—. La ejecución de enanos es mi favorita.
Le atenazaron los antebrazos y las piernas. Hijos de puta. Por más que se esforzara, no podía contener los temblores.
—Lo he mandado a traer por varios motivos, señor Fargas —dijo el Principal.
Él tragó saliva. Oía, pegada a sus orejas, la respiración rancia de los tipos que lo sujetaban. Y, más allá, los jadeos de los espectadores.
Una punzada en el cuello lo hizo revolcarse. ¡Hijos de remilputas!, se dijo.

Y la voz del Principal:

—Deseaba ver cómo se desenvolvía usted.
Otra mordedura.
—¿Disfruta de la picana, señor Mario Fargas?
¡Una picana! ¿Acaso querían achicharrarlo como al enano?
—Sabemos que es usted un NN, que pertenece a los topos del teatro.

Conocen la existencia del teatro, hijos de puta.
—No nos interesa de dónde viene, ¿sabe? Lo queremos a usted. Marito intentó enderezar la espalda. Imposible: los tipos seguían estrujándole los brazos y las piernas.


—¡Lo que sigue! —ordenó el Principal.
Y él vio un destello azul a ras del piso. Zapatos con punteras de acero. Los pies del Gringo. Y enseguida vino una patada en la espalda. Y otra, que le sacudió el costado. Los tipos que lo sostenían lo cambiaron de posición, y los puntapiés del Gringo le cayeron en el estómago, en los huevos, en la cara. Y oyó aplausos. Los estúpidos espectadores. ¡Cállense, imbéciles, paren de aplaudir!, quería decirles, pero su boca era un vertedero de sangre.

—Suficiente —dijo el Principal—. Y usted, Fargas, sepa que nos tiene sin cuidado donde haya nacido. Por lo que a nosotros respecta, pudo haber nacido en un pesebre de Belén, hace dos mil años. Nos ha impresionado su carácter. Por eso hemos decidido hacerle una propuesta.
Tragó una bocanada de sangre y habló con la mayor naturalidad que pudo:
—Una propuesta. ¿Qué hay?
Y otra vez la luz, ahora una luz tenue: los plafones del techo. Nada de reflector.
Le dolían los ojos, le latían, los sentía hinchados igual que la boca. Hizo un esfuerzo y miró al Principal.
—Esta es la propuesta —le oyó decir—: que usted sea nuestro candidato a ocupar la banca de San Telmo en la Rosada.

—¿Qué está diciendo, hombre?

No podía ser cierto. ¿Quién confiaría así como así en un NN?
—Sólo nos falta probarlo —dijo el secretario.
Los tipos le soltaron los brazos.
—En esa prueba —dijo el Principal—, se calibrará su lealtad para con nosotros.


Y sí, sonaba lógico: tenían que pedirle una prueba de lealtad.
—¿Está dispuesto a hacer por nosotros cualquier cosa? A matar, incluso.

—¿Ma-matar? —dijo Marito. Y apenas fue consciente del dudoso
gesto de asentimiento que siguió a su balbuceo.
—Venga —dijo el secretario—, acompáñeme. Usted tiene pasta, ¿sabe? —Lo agarró del brazo, y caminaron hacia el otro extremo del salón.
Los espectadores giraron las sillas: nadie quería perderse un solo detalle de su lanzamiento a la gloria. Y el reflector se encendió en toda su potencia.
Había ahí uno de esos sillones de ginecología. Lo ocupaba alguien, un tipo o una mina con la cabeza cubierta por una bolsa de arpillera. ¿Y si era Euge? Acaso sabían de ella y se la habían traído para servírsela en bandeja y que se la cogiera delante de todos. Sí, se dijo él. Si quieren un gran espectáculo, se los voy a dar.
Ahora se veía mejor. No, no era una mina. Era un pobre infeliz: las correas le ceñían pies, pantorrillas, cintura, manos y cuello. Tenía pinta de linyera y apestaba. Como cualquiera, bah. Si quieren que lo mate, pensó, lo mato lo más rápido que pueda y chau. A lo mejor le estoy haciendo un favor.
El reflector alumbró una mesa donde brillaba una veintena de instrumentos quirúrgicos. Iguales a los de la salita del barrio, pero nuevos. Había también un martillo, una maza, pinzas, destornilladores y una sierra mecánica. Marito Fargas se dio cuenta de que ahora sí se le escurría la baba.
Y el reflector volvió al sillón. El secretario le hizo a él un gesto de que mirase al tipo, a quien le sacó la bolsa de la cabeza.

—¿Reconoce a este sorete?

Marito Fargas miró.
¿El viejo Jaime? ¡Reverendos hijos de puta! ¡Mierdas de mierdas!
Al viejo, amordazado, los ojos se le desorbitaban del terror. Pero


también había en ellos un dejo de esperanza.

—Señor Mario Fargas —dijo desde el fondo el Principal—. ¿Reconoce...?
Él asintió.
Y el público se descargó en un alegre furor.
—Todo suyo, señor Mario Fargas —dijo el secretario—. Haga con él lo que debe hacer. Y asegúrese de que sea lento: mientras más haga durar usted el sufrimiento de este despojo humano, mayor será su reputación en la Rosada.
Su suerte estaba por cambiar. “En la vida, ante todo, hay que ser justo”, le había dicho el viejo cuando Marito ya tuvo edad para comprenderlo. Y él necesitaba ser justo consigo mismo y salir de la bosta del teatro de una vez por todas.
Se lanzó hacia la mesa. Eligió el primer instrumento: una especie de cuchillo de hoja corta, curva como la de una hoz. Y giró hacia el viejo. No necesitaba verle los ojos: esa mirada, acaso suplicante, le venía desde muy adentro; desde tantos recuerdos de tantos años.
Alzó el brazo, con la mente siguiendo el trazo de la medialuna en el aire, como en cámara lenta. Cuando bajó la cuchilla, oyó cómo los gritos ahogados por la mordaza se perdían entre los del público.