Un oficio

Una madrugada, hace ya como un año, mi hermano el César volvió a casa más borracho que nunca. Yo, que estaba despierta desde hacía un rato largo, lo vi entrar a los tumbos, agarrándose de la pared, y le hice señas de que se tirara a dormir la mona en mi cama, al lado mío.
No bien mamá lo vio se puso como loca. Me acuerdo que lo echó de la casilla a los gritos, revoleándole las zapatillas. Así que desde entonces me quedó un solo hermano: el Gustavo, que tiene once y me lleva cuatro años.
La verdad es que, aunque yo no quiera, ya se me va borrando del recuerdo la cara del César. Él era muy bueno conmigo, mi hermano más bueno. Siempre me daba los gustos, me compraba caramelos y alguna cosa de nena, como me decía cuando me traía una ropita para la muñeca o cuando me dio un jueguito de tazas de té. Él no era ningún degenerado como dicen los vecinos. Me cuidaba como si fuera mi papá, y yo lo extraño mucho. Para peor no quedó ni una sola foto suya en la casa. No hay fotos ni de él ni de nadie porque cuando llegó Pedro —al poco tiempo nomás de que mamá lo rajara al César— metió todas las fotos a un balde de albañil, de esos de chapa, y las prendió fuego.
—Ahora... —dijo Pedro sacando panza, una vez que las fotos ardieron y chispearon—. Ahora ya estoy en mi casa. Mi casa —repitió—, suena lindo.
Y la abrazó a mamá, nervioso y de lo más contento, y le encajó un beso de boca abierta y babosa. Me dio tanto asco que miré para la calle.
Un rato largo nos quedamos viendo el fuego del balde. La última foto de mi papá, una que yo guardaba abajo de mi colchón, se iba achicharrando de a poquito. La foto largaba unas gotas transparentes, como lágrimas.
Me acordé de que un día, hacía mucho, cuando yo era muy chiquita, habían llegado unos policías a villa —después me enteré de que le habían preguntado a todo el mundo cuál era la casilla de nosotros— y la llevaron a mamá a reconocer un cuerpo.
Cuando mamá volvió dijo: “Era papá, se murió en un tiroteo”.
Y ahí estaba mi foto de papá, o lo que quedaba de ella, volviéndose cenizas en el balde de chapa. Mientras la veía, se me ocurrió que si aquel día del tiroteo el César hubiera sido lo bastante grande, todo habría pasado de distinta forma. Porque el César de ahora seguro que iba a ir a buscar a los dueños de los tiros que lo habían matado a mi papá y les iba a dar su merecido.
Nunca pude sacarme de la cabeza esa foto del balde: sólo quedaban los ojos brillosos de papá. Esos ojos que brillaban igualito a cuando se reía con nosotros. De cualquier cosas nos reíamos con papá. Era el mejor papá del mundo.
Cuando la fogata terminó de consumirse, entramos en la casilla.

—Buenas —escuché.

Era el Gustavo, que volvía de trabajar en la capital.

Pedro ni lo miró, como si no existiera. ¡Como si la casa fuera tan grande para no verlo, si nos chocábamos a cada paso!

Mamá preparó un mate cocido.

Después nos fuimos a dormir.

A mamá se la notaba tan contenta desde que Pedro se vino a vivir con nosotros que parecía otra: humedecía el piso de cemento y pasaba la escoba por lo menos una vez al día. Iba al almacén y compraba de todo —yo pensaba que Pedro debía de ser millonario—, después cocinaba, y hasta lavaba los platos.
Pero yo también pensaba que si Pedro era millonario no viviría en una villa. Menos en la casilla que habían levantado, ladrillo a ladrillo, mi papá y el César.
Millonario o no, la cosa era que Pedro se había mudado con nosotros. Y mamá chocha con él. Pero, a los pocos días nos dimos cuenta: Pedro no era el santo que mamá creía. A mí ni se me cruzaba por la cabeza contarle a ella que cuando lo dejaba en casa para que me cuidara, él me llamaba y me metía la mano en la bombacha.
—Si no te dejás —me decía con los dientes apretados—, te voy a poner un ojo negro. ¿Escuchaste? Y después no digas que no te avisé.
Yo trataba de quedarme quietita, pero era tan feo eso que me hacía. Las manazas duras como lija me lastimaban ahí abajo. Una vez, sin darme cuenta, le saqué la mano. Y él me lanzó un flor de cachetazo.
—La próxima te revuelco de los pelos —gritó—, que eso no deja ninguna marca. Ya vas a aprender, pendeja de mierda, a hacer lo que te digo.
Igual, no pasaba de una tocada. Eso lo sé porque la Pachi, que va a mi mismo grado, me dijo que el novio de la mamá le hace otra cosa a ella. Algo mucho más horrible.
A mí Pedro me tocaba y nada más, pero yo tenía miedo: la Pachi también me había contado que por eso se empieza. Mejor que te cuides, me dijo, porque podés quedarte embarazada.
Por eso se me ocurrió pedirle al Gustavo que me enseñara el oficio de los malabares.
Al principio él no quería, que una nena no sirve para andar entre los autos, que esto y que aquello. Yo creí que me iba a poner a llorar, pero lo pensé mejor y me las aguanté: si lloraba, iba a demostrarle que tenía razón.
Al otro día, cuando Pedro se fue “a buscar laburo”, volví a preguntarle al Gustavo si me enseñaba. Él se pasaba el día entero practicando, era todo un profesional. Y después se iba a la capital a trabajar. A veces juntaba hasta diez pesos —o más, no sé— en un solo día. Y eso que compartía la esquina.
La cosa es que a la semana nomás de insistencia, el Gustavo me prestó las pelotitas. Él ya no las usaba, ahora hacía malabares con fuego: tiraba unos palos con la punta encendida.
—Antorchas, nena —me decía—. Te dije que se llaman antorchas.

—Bueno, antorchas.

Las revoleaba por el aire y las atajaba por el lado que no tenían fuego. Por eso digo que era todo un profesional.
Es genial el Gustavo, aunque a veces me pelea. Ahora que me enseña, me parece que me quiere, me hace acordar al César.
Al final me enseñó a atajar las pelotitas y a hacerlas hacer piruetas.
No paraba de repetirme:

—Tenés que ensayar día y noche.

Lo mejor de todo era practicar delante de Pedro, que se echaba en la cama y nos campaneaba callado.

Cuando el Gustavo estaba en la casa, a Pedro no se le ocurría ni siquiera hablarme.
—Después de todo —me dijo un día el Gustavo—, capaz que hacés buena guita. A los gurrumines todo el mundo les da algo. Aunque más no sea por lástima.

—Yo no soy un gurrumín —protesté.

—Ya te consigo yo una gorra para meter la maraña de crines que tenés y vas a ver cómo pasás por un gurrumín.

Yo escuchaba atenta.

—La 9 de Julio es jodida —me advirtió de golpe el Gustavo—. Mejor que nadie se dé cuenta de que sos hembrita.

Yo estaba tan entusiasmada con las clases de malabarismo, que ni me importó que tuviera que vestirme de varón.

—Ja, ja —la carcajada de Pedro—. Ya te quiero ver yo, “gurrumín”, cuando tengas que quedarte a dormir en la estación de Retiro pa ́ no tener que madrugar al otro día.

Yo estaba corajuda porque el Gustavo andaba cerca:
—¿Y para qué hay que madrugar, a ver?
—Pa ́ agarrar al malón de giles —dijo el Gustavo—, los que van a laburar medio dormidos y largan más fácil la moneda.
Y llegó el día.
El Gustavo me llevó en el tren a una hora que iba poca gente.
—Así no tenés que ir colgada en el estribo —aclaró.
Esa noche, a pesar de que nos había ido fenomenal, fue la peor noche de mi vida. Porque cuando llegamos a la casa, mi mamá volaba de fiebre. Y Pedro que tenía flor de pedal —dos cartones de tetrabrick asomaban del tacho de basura— ni siquiera se daba cuenta de la enfermedad de ella.
El Gustavo salió como loco para la salita y trajo a la enfermera, esa que siempre está de guardia y tiene cara de guardia de cárcel, como dicen los chicos del barrio.
Se la llevaron volando a mi mamá. Pobre, le dolía tanto la panza que no podían ni tocarla. ¡Los gritos que pegaba! No me los puedo sacar de la cabeza.
Unos días después, el Gustavo me explicó que bueno, que ella ya había tenido muchos chicos y que como no quería más y le parecía que estaba embarazada, la vecina le había dado un yuyo para que tomara y eso le había hecho mal y que por eso mi mamá se murió.
Yo sabía que la culpa era de Pedro, no necesitaba que nadie me lo dijera: si él no se hubiese emborrachado, seguro que llegaban a la salita con tiempo, mucho antes de que nosotros volviéramos de la capital.
El Gustavo debe haber pensado lo mismo que yo porque lo quiso rajar a Pedro.
—Usté —le dijo—, junta su bártulos y de patitas a la calle.

Y Pedro, sin decir ni chito, se metió en la cama.

—Esta es mi casa —dijo, antes de dormirse.
Y nos quedamos solos con el Gustavo. Sin mamá, digo. Y ahora vivimos en la capital, abajo de un puente que nos hace de techo cuando llueve.
Vamos a trabajar a la 9 de Julio cuatro o cinco veces por semana. Así nos arreglamos con lo que hay. Algunos días comemos más, otros menos.
El Gustavo se la pasa insistiendo con que el año que viene vos tenés que volver a la escuela, nena. Hacé algo por vos.
Yo siempre le digo que él podría trabajar en un circo.
A veces volvemos a la villa, a ver a una tía de nosotros, que no es tía de verdad, pero eso no importa.
Desde el tren se ve un circo: la carpa enorme... Seguro que es un circo con leones y todo.
—Dale —le digo al Gustavo—, bajate y preguntá si te hacen una prueba.

Él me dice que estoy loca, que con el laburo de la 9 de julio andamos bien, que para qué voy a ir yo al circo. Fijate, esa gente del circo seguro que ni para comer tiene.

Un día volvimos tarde de la villa, y llegamos de noche a la capital. Pero, como era sábado, nos fuimos un ratito al semáforo de la 9 de julio. Estuvimos un rato largo, y cuando nos estábamos por ir, la luz se puso en rojo.

—Dejame una más —dije.
Y me paré en el medio mismo de la avenida, y me mandé el show de la noche.

En un auto había una mujer, ni muy joven ni muy vieja. Me hizo una seña para que me acerase.

—Muchas gracias por el espectáculo —me dijo.
La cara de ella era tan linda como las de las mujeres de los carteles de la calle y las de las tapas de las revistas de los kioscos de diarios. Y la sonrisa tan de esas que vos te das cuenta de que... que te parece que te quieren y todo.
Ella me dio un puñado de monedas, de las chiquitas pero eran unas cuantas, así que me fui para el cordón de la vereda. Y me di vuelta a mirarla.
Me pareció que tenía algo en la cara, como lágrimas. Se pasaba los dedos por los cachetes. Yo pensé que se le iba a correr la pintura de los ojos, y le sonreí.
Entonces me avivé: ella lloraba porque se había dado cuenta de que yo no soy ningún gurrumín, que soy una nena, una nena como ella cuando era chica.
Antes de que cambiara el semáforo, me miró de nuevo. Entonces yo la saludé con la mano, y me pareció que ahora también sonreía.
Esa noche no me podía dormir. Me pasaba pensando en eso de “Muchas gracias por el espectáculo”. ¿De verdad habría sido tan bueno mi espectáculo?
Ya estaba aclarando cuando me empezó a agarrar el sueño. Me acurruqué en las piernas del Gustavo.
Y fue ahí que tomé la decisión de ir a buscar trabajo al circo que se veía desde el tren. Y si el Gustavo no quería... bueno, allá él.
Y me fui quedando dormida.
En el circo me ponían un vestido con volados, lleno de piedras de todos los colores, y me pintaban los ojos con brillitos y todo. Viajábamos por el mundo entero. Yo era la estrella más importante. Hasta que una noche, entre la gente de las gradas, vi una cara conocida... era el César que había venido a buscarme.

Publicado en Entrañable, libro de cuentos de Claudia Cortalezzi, editado por Textos intrusos en 2015.

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