El familiar

Elvira vive esperando que esa vieja insoportable de Jacinta tenga tiempo de sacarla a dar una vuelta por el barrio, siempre y cuando el día esté lindo.
Por eso, cuando no la ven, ella saca una mano por la reja de la ventana. El aire de afuera se siente mejor si no depende de nadie para rozarlo. A veces trata de entretenerse con la gente que pasa, pero caminan tan rápido… Ni siquiera miran hacia donde ella está, o espían de reojo, como con miedo. Hasta se le ocurre que han colgado un cartel de peligro del lado de afuera de su ventana, igual que en las jaulas de los animales salvajes del zoológico.
Por suerte, el gran ventanal de la ochava le ofrece la vista completa de las cuatro esquinas desde su primer piso. A esa hora, después de la siesta, no anda un alma por la calle, ni siquiera Manuel con su dóberman. Parece que hoy a Éber también lo han dejado encerrado.
Todos los días son iguales.
Todos menos hoy: hoy Elvira cumple años. Mejor dicho, hoy cumplen años Elvira e Inés.
Elvira piensa en Inés, su hermana gemela. En Inés y en la noticia importante que no ha querido anticiparle por teléfono. Acaban de cortar, y Elvira, como siempre, se ha quedado con ese dolor en el pecho de tanta bronca acumulada. Inés ha vuelto a hacerle el mismo jueguito sucio de retacearle información.
Cincuenta y cuatro años, se dice como para convencerse a sí misma. Y vuelve a sacar la cuenta: si cumplen cincuenta y cuatro, ya pasaron treinta y seis desde aquella tarde.
El accidente.
Elvira cierra los ojos y lo evoca: las dos —con el uniforme scout, más parecidas que nunca— preparaban un sketch para esa noche. Cumplían dieciocho, y los dirigentes del campamento habían dispuesto un fogón. Las gemelas habían decidido ensayar en un galpón viejo, cerca de las carpas. La puerta de chapa tenía una cadena colgando, y en el extremo, el candado abierto. Ya les habían avisado que no entrasen ahí, que era del dueño.
Por supuesto, entraron.
El interior era perfectamente visible, el sol penetraba de lleno por la ventana del fondo. En el piso había tal amontonamiento de herramientas que debieron hacer espacio. De una gruesa soga tendida de pared a pared colgaban palas, rastrillos, azadas, discos de arado. Y, al final de todo, descubrieron algo que les disparó la fantasía: un par de tridentes.
—¡Ya tengo la idea! —dijo Inés, resuelta.
—¿Qué idea? ¿La de ca…
Se interrumpió antes de terminar la guarangada: Inés la miraba casi con pena.
—No seas estúpida, Elvira —dijo—. Una de nosotras será el diablo y la otra caerá muerta por su culpa. Yo te hago pie —agregó—, así vos agarrás ese tenedor gigante.
Elvira obedeció. Se subió a las manos entrelazadas que formaban un estribo, se tomó de la soga…
…y entonces todo lo que recuerda es un golpe helado a la altura de la ingle derecha, seguido por otro en el muslo izquierdo, que la dejaron tendida en el piso. Y, segundos más tarde, su desesperación por liberarse del filo de aquellos discos, su desesperación por volver a unir las piernas a su cuerpo.
Cuando días después despertó en el hospital, supo que su vida había cambiado para siempre. Le dijeron que Inés se salvó de milagro; una púa del tridente había pasado a centímetros de uno de sus ojos, pero sólo le produjo un corte profundo en la mejilla.
Lo que es la vida, piensa. Inés, apenas una cicatriz en el pómulo; ella, treinta y seis años indefensa, desamparada en una silla de ruedas. Aunque la silla que usa ahora es un chiche, mire. La misma Inés se la regaló, con un gesto que le recordó a la Madre Teresa. “Es lo último para manejarse en el hogar, querida”, le había dicho, como escupiéndole: “Ponete contenta, hermana del alma, que gracias a vos pagué una fortuna por esta mierda de sillita a pila”. O a batería, que es lo mismo.
Vuelve a escuchar la voz de su hermana, como si aún estuviese con el tubo en la oreja: "Tengo una noticia bomba” —le había disparado—. “Te vas a querer morir cuando te la cuente."
—Una noticia bomba —se repite Elvira, y enjuga una lágrima de odio—. ¿Que voy a querer morirme? Eso es lo que vos estás buscando. Pero no te voy a dar el gusto de morirme así nomás, puta…
Y piensa en la vida de Inés, tan distinta a la suya. Su hermana tiene flor de cargo en una prestigiosa empresa. ¿Romances? ¿Glamour? Bueno… aunque jamás se casó, novios no le faltaron. El tirifilo de Federico la hubiera seguido hasta la mismísima muerte. ¡Pero ella no, claro! Cómo iba a casarse con semejante pobretón. Ella buscaba otra cosa: un gabión con plata. Así le fue, ahora está más sola que un perro. Sin embargo no da el brazo a torcer: cada vez que viene a verla, le cuenta alguna sucia aventura amorosa. Y con detalles que bueno bueno, eh. Es tan depravada, tan materialista, que capaz inventa las historias para joderla bien jodida, como siempre.
Y ahora se venía con eso de una “noticia bomba”.
Elvira recuerda aquella otra noticia bomba de hace un par de meses cuando le contó de su viaje a Brasil. Recuerda que, a su regreso, Inés le dijo que probablemente debería volver a Río —había dicho “Río” con la familiaridad de quien dice “Recoleta”— y quedarse por un tiempo. ¿Se le habrá concretado ese proyecto también? Qué la parió…
Y a mí me dejás con la “niñera”, ¿no, hermanita?
Bah, piensa, igual Inés va a estar magreándose entre negros, que huelen a esa catinga característica de la gente baja. Mejor que se bañe antes de volver.
Elvira apoya las palmas de las manos en los cromados de la silla, y se desplaza hasta el tocador.
—¿Y yo qué? —le dice a Inés, que la mira desde su propia imagen en el espejo—. Que me parta un rayo, ¿no?
Se ve a sí misma entre esas cuatro paredes hasta el resto de sus días, con la insufrible compañía de Jacinta. Yo soy inválida, se dice, no ciega. Así que veo todo: lo que hace Jacinta y lo que deja de hacer. Mil veces le dijo a Inés que eche a la calle a esa chirusa, que es una negra inútil. Ahora la santiagueña ni le habla, últimamente hasta la evita. Por un lado, mejor, piensa Elvira. Es mejor eso a la falsedad de esta mañana cuando me trajo el desayuno, y con una sonrisa de dientes partidos me cantó el feliz cumpleaños. Encima, esa negra también está en su contra: disfruta porque su hermana viene a despedirse. Elvira va hacia la puerta y espía el pasillo. ¿Dónde carajo se habrá metido? Hace rato que no se la escucha ladrar alguna pajueranada —"canciones de mis pagos"— o abollar las cacerolas.
—Y vos, Inés —Elvira vuelve a mirar hacia el tocador, ahora desde lejos, como si su reflejo aún estuviera ahí—, vos sos otra que te la voglio dire… —Inés. Inés y su puestazo y sus viajes de trabajo. "Te vas a querer morir cuando te lo cuente.", había dicho, seguramente aguantando la carcajada hasta que cortaron la comunicación—. Pero… ¿qué puede ser más importante que tu hermana? ¿Qué? ¿El trabajo? ¡Por favor, Inés!
Elvira mira un portarretratos con una foto de hace quince años, donde su hermana la abraza agachada junto a la silla de ruedas.
No, si Elvira lo tiene bien sabido: Inés la detesta, ella le resulta fastidiosa, una carga. Con su vida independiente de empresaria, ¿cómo puede darse el lujo de tener una hermana “impedida”, por decirlo con una palabra suave? Le parece verla, cómodamente recostada en un sillón del living del nuevo departamento —flor de bulincito al cual ella aún no ha sido invitada, dicho sea de paso—, diciéndole por teléfono: "¿Te acordás del viaje a Brasil, Elvi? Bueno, tengo una noticia bomba, hasta tuve que tomar un curso intensivo de portugués. Imaginate."
—Sí, claro, me imagino. Me imagino que andás con nuevos proyectos. — Proyectos en los que ella, su hermana gemela inválida, no tenía arte ni parte. Y sabe que el llamado telefónico anunciando que pronto la participaría de una “noticia bomba” (no había ningún secreto: la guacha se iría nomás a radicar en Brasil, por supuesto) se debía a la culpa—. Pues me alegro de tu culpa, hermanita, y espero que no te deje disfrutar de tu brillante futuro —Elvira vuelve a ubicarse detrás de la ventana. ¡Está tan aburrida la calle!—. ¡Jacinta! —grita.
Nada.
Vuelve a mirar hacia la calle, tal vez Jacinta bajó a comprar algo.
El sol se apaga lentamente.
Ahora se nubló, piensa. Si Jacinta no se apura, ella tendrá que quedarse adentro, por los bronquios, como dice el médico. A Elvira no le importaría enfermar de los bronquios. Desde los diecisiete que no se moja con la lluvia. Se cansó de escuchar a todo el mundo —primero su madre, después Inés, ahora Jacinta—: “¡Cuiden de que Elvira no se moje!”. Nunca más le cayó una mísera gota de lluvia encima.
Bueno, una vez casi… aquella tarde cuando comenzó a llover, y ella y Jacinta debieron refugiarse en la veterinaria de la vuelta, con el pretexto de mirar unos canarios.
Y allí fue que conoció a Éber.
No era la primera vez que veía al dóberman, pero sí la primera vez que lo tocó.
Jacinta y ella ya habían entrado en el local cuando el perrazo llegó con su dueño, los dos empapados. Al principio, Elvira sólo miraba al hombre: Manuel. El mismo Manuel de su adolescencia, su viejo compañero del Nacional. Se estaba produciendo el encuentro con el que había soñado durante años. Lo más probable es que ni se acuerde de mí, pensaba ella. Pero él la reconoció: "Hola, Elvira.", le dijo. ¡Claro, cómo olvidar a la inválida! Sin embargo, la sensación no fue la esperada. Aquel nerviosismo de cuando tenía dieciocho, que se había incrementado cada vez que lo veía desde la ventana de su cuarto, en ese momento se había desplomado de golpe. Todo por la turbación que le producía el perro. Elvira había reparado en su figura esbelta mientras cruzaba el negocio haciendo tintinear su medalla de identificación; ensimismado y al mismo tiempo atento, parecía una persona. Se le había detenido tan cerca, que rozó la rueda de su silla cuando se echó al piso. Ella bajó la mano a su cabeza. Y, sin prestar atención a la advertencia de Jacinta —“¡Cuidado, señora, no lo toque que puede tener bichos!”—, lo acarició y leyó el nombre en la medalla: éber. Y la negra que vuelve a mandonearla: “¡No lo toque, le digo!”
Pero Elvira ya se había dado cuenta: Éber no era como los demás de su especie. Supo enseguida que Éber era distinto del resto de los seres vivos que conocía. Él la miraba directamente a los ojos y no le provocaba ningún miedo, más bien todo lo contrario.
 Lo acarició con paciencia, con ternura. Hervía de placer. Hervía de placer. Al principio creyó que se debía a que el perro era nada menos que la mascota de un antiguo amor. Pero había algo más, el tiempo la haría comprender.
A partir de ese encuentro, cada tarde, Éber, amarrado a la correa de su amo, la observa desde la esquina mientras espera el cambio de semáforo. La mirada de sus ojos tiene un encanto especial, a veces ella no puede distinguir si es de día o de noche; a veces el desconcierto es tan grande que hasta la hace sentirse entera. Y después, cuando queda sola, aparecen la ansiedad, el querer saber por qué ella, por qué Éber, y las largas noches de insomnio. Ningún hombre, nadie la había mirado así. Jamás.
Ahí está Jacinta, a punto de entrar en la panadería de la otra cuadra. ¡Fue a comprarle una torta a “Las esclavas”! La quiere sorprender, por eso no le dijo que salía. Después de todo, aquella negra vieja no es tan mala.
Ella suspira.
Si el edificio de departamentos no tuviera dos escalones en la puerta de calle, podría bajar por el ascensor, salir sola…
En la vereda de enfrente, una mujer espera el cambio de semáforo. Elvira reconoce a Nilda, otra de los compañeros, otra de los fantasmas del Nacional. Algunos todavía viven en el barrio.
Desvía la mirada hacia el reloj de pared. Las seis y cuarto. Jacinta debe estar por volver de la panadería.
Echa un vistazo hacia la puerta del negocio.
La calle empieza a poblarse. En realidad no le importa un rábano ni Jacinta ni su estúpida tortita. Lo que quiere es ver a Manuel. Dios mío, no puede dejar de pensar en ese perro, en los ojos del animal.
Elvira ve aparecer una sombra en la esquina. Es una mujer, parece… ¿Inés? ¡Es Inés! ¡Inés platinada!
Siente un nudo en la boca del estómago. La guacha lo hace a propósito. Encima siempre viene de minifalda, a su edad. Anda mostrándole las piernas a todo el mundo, una vieja madama.
Inés —el sol pegándole en el peinado de plata— mira hacia arriba y la saluda: hasta los gatos del barrio saben que Elvira está espiando detrás de la ventana. Le devuelve el saludo.
La presencia de Inés siempre la pone incómoda. No sabe por qué se pasa los días, las semanas enteras, esperándola, y cuando la ve cerca está segura de que preferiría fugarse a mil kilómetros de ahí.
Después de todo, su hermana nunca se queda mucho rato. Hablan del tiempo. Hablan de nada.
Jacinta sale de la panadería con una bolsita en la mano. ¿Acaso bizcochitos? Nada de torta, estúpida, se dice Elvira, ¿qué esperabas? ¿Gâteau de marrons?
Ahora Jacinta advierte a Inés, se apura para alcanzarla.
Las dos mujeres se saludan, y Elvira puede adivinar que Jacinta la está felicitando por su cumpleaños. La vieja hipócrita abraza a su hermana. Pero a ella, esa mañana, apenas le había dado un besito por compromiso.
Inés le hace una seña a Elvira, algo que ella interpreta como que regresa en un minuto, y se vuelve por donde vino. ¿Se habrá olvidado de algo en el auto? ¿Su regalo de cumpleaños, por ejemplo?
Jacinta cruza la calle y está a punto de abrir la puerta cuando el chirrido de los frenos de un auto sobresalta a Elvira.
Elvira ve que un perro aparece de atrás del auto, escapa a toda carrera: es Éber. ¡Éber, que casi muere atropellado! Ella vuelve la mirada hacia la otra cuadra buscando a Manuel. No lo ve, el perro ha venido solo. Éber sigue su carrera hacia la esquina opuesta a su ventana. Hay mucha gente en la calle, atraída por la frenada.
El perro se queda lejos del cordón de la vereda, en el único lugar vacío de esa esquina. Apoya su trasero en el baldosón y mira hacia lo alto. Su mirada es más clara que nunca.
Elvira se incorpora un poco en la silla, temblorosa. Un grito puja por escapar de su garganta. Desde que conoció a su mejor amigo —su único amigo, mejor dicho—, ha comenzado a entender cómo es la vida del otro lado de la jaula.
Apenas puede tolerar la agitación. Su mirada y la de Éber… Elvira se siente sofocada, de puro eufórica. De los ojos del perro, erguido en toda su imponente estatura, sale fuego, un fuego extraño. Entonces lo ve adelantarse unos pasos hacia el cordón de la vereda. Las personas se apartan, autómatas que le abren camino. Desde el primer piso, ella puede percibir el temblor del suelo.
Éber se detiene en el sitio exacto de la primera vez, de cada vez.
Elvira apenas advierte a su hermana, que ha vuelto aparecer en la esquina. El imán entre la mirada encendida de Éber y la suya se rompe de golpe, y el dóberman corre hacia Inés. Y Elvira sabe que aquella guacha ama a los perros, siempre los amó.
Inés se prepara para detener a Éber con un abrazo.
¡Si no fuera por ese horrible pelo decolorado sería la de siempre, su idéntica gota de agua! A esa distancia ni se le nota el medio kilo de maquillaje que le emprolija el cachete mutilado.
La gente se amontona, amenaza con taparle la visión. El perro se trepa a Inés y la tira al piso.
Y Elvira lo disfruta.
Esa imagen la transporta a su infancia cuando las dos corrían y se tumbaban con Luna, la caniche blanca.
Pero Éber no es un caniche.
Éber mantiene a Inés bajo sus patas. Inés empieza a gritar.
Las exclamaciones de la gente se transforman en alaridos de horror, pero nadie atina a ayudarla.
El dóberman se sacude y desparrama sangre, carne, tendones. La gente sigue gritando, algunos con las ropas manchadas. Aquello molesta a Elvira: hubiese querido ser la única espectadora, y no que la chusma también presencie el final.
Su hermana. Su hermana tendida en el piso, las piernas estiradas a lo largo de la vereda. Elvira quiere gritarle a Éber que no le vaya a lastimar las piernas. Las piernas deben quedar intactas, tal vez algún médico podría realizar el milagro de hacerla volver a caminar. Nada mejor que las piernas fuertes de su hermana para sostenerla en pie a ella, a la nueva reina.
—No, Éber —dice a media voz—. No le lastimes las piernas, las necesito —Y Elvira se sonríe: con una falda Channel de lino podrá disimular las cicatrices del injerto. Es la primera vez que se siente tan a gusto sola en su habitación. En cuanto a Inés, puede descansar en paz: al menos ha luchado por librarse de la bestia—. Y sí —dice Elvira— ella siempre fue una luchadora.
Tras la ventana, se agazapa tanto como se lo permite la silla. Siente el sudor en las manos, el cosquilleo creciente en la piel.
—No te muevas —se dice en un murmullo—, no te muevas o te verán.
Está en el campamento, sola con su hermana dentro del galpón. Todavía es temprano, hay tiempo de sobra para ensayar el sketch. Se siente extremadamente feliz junto a la Reina.
Y de golpe el disco de arado.
Pero esta vez ella supo qué hacer. Esta vez fue Elvira quien tomó la decisión, quien cambió las reglas del juego: ha sido Inés quién recibió el golpe.
Cierra los ojos, necesita sentir el olor de aquella tarde, treinta y seis años atrás, el olor de la sangre.
Abre la ventana. El viento fresco la hace lagrimear mientras se asoma por encima del alféizar, estirándose, impulsándose hasta poder asirse de los barrotes. La silla se desplaza, se le aleja. El cuerpo de Elvira golpea contra el filo de la ventana como una bolsa de papas. Queda sostenida por los brazos, a punto de caer. Se aferra con toda su fuerza.
Desde esa posición puede contemplar los ojos inanimados de su hermana, la mirada atravesando la multitud, la mirada fija en la ventana del primer piso.
Desvía la vista hacia la esquina de enfrente, algo la está llamando.
Es esa otra mirada.
Los ojos penetrantes, tranquilizadores, cómplices.
Le parece descubrirse a sí misma en aquellos ojos de Éber.
Entonces deja de temblar y siente por fin el dolor en los brazos. Los dedos entumecidos por la presión. Quiere soltarse, dejarse caer y reptar hasta la silla. Luego lo piensa mejor: su cadera atrofiada no soportaría el golpe contra el piso.
No más dolor, se dice, nunca más dolor.
Y se queda inmóvil, la cara aplastada contra la fría reja, la brisa helada del atardecer.
Voy a aguantar, piensa, Jacinta ya debe estar por subir.

Publicado en Cuentos de La Abadía de Carfax 2 y en Ficciones en diez tiempos.

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